La mañana del funeral fue gris y destemplada. Carré llevaba un sobretodo viejo
y un sombrero de fieltro para protegerse de la nieve. Desde su escondite
alcanzaba a ver el montículo de tierra húmeda y la cruz de madera ordinaria.
Entre los cuatro desconocidos que rodeaban el ataúd había una rubia vestida de
negro. Un cura regordete masticaba chicle y rezaba en latín. Los otros dos
llevaban trajes oscuros y el más alto sostenía un paraguas tan grande que los
cobijaba a todos. De vez en cuando la mujer se apartaba el velo para estornudar
y sonarse la nariz.
El cura calzaba galochas y se envolvía con una bufanda
negra. Mientras decía la plegaria sacudía una polvareda de incienso que la
brisa se llevaba hacia la arboleda cercana. El mas petiso, que tenía el pantalón
enchastrado hasta las rodillas, sostenía una corona de flores como si fuera un
maletín. La rubia, que había seguido la ceremonia con la solemnidad de un
coronel de infantería, hizo una señal con la mano en la que apretujaba el
pañuelo. Al rato, arrastrando cuerdas y palas, aparecieron dos sepultureros que
venían de escuchar a los chicos que cantaban frente a la tumba de Jim Morrison.
Mientras bajaban el ataúd, Carré no consiguió disimular su tristeza. Se dijo
que al menos podrían haber contratado a las lloronas del barrio para mostrarle
un poco de afecto. Su entierro era tan insignificante y desgraciado como el de
Oscar Wilde, que tenía una estatua desnuda y tiesa al fondo del sendero. Por lo
menos al escritor lo había acompañado un perro callejero y los confidenciales
británicos le sembraron un cantero de petunias que utilizaban para entregar sus
mensajes a los enlaces de la Security.
Al ver que los peones echaban las primeras paladas de tierra, Carré sintió un
desfallecimiento y tuvo que apoyarse en el ala de un querubín para no perder la
compostura. Ni siquiera advirtió que su sombrero rodaba por el suelo y abría un
delgado surco sobre la nieve. Parado allí, con el corazón apretujado, sin saber
lo que haría al volver a la calle, se preguntó quién ocuparía su lugar. Quizá
habían puesto un montón de piedras o el cuerpo de un perro reventado por el
frío, como solían hacer los polacos y los búlgaros.
La noche anterior, después de atender el llamado, se metió en el bolsillo la
pistola y el libro de la Princesa Rusa y se precipitó escaleras abajo para
esconderse en el bar de la Gare du Nord. No percibió ninguna señal de
Pavarotti.
Al amanecer, para estar seguro de que ya no lo seguía, se acercó a
su casa y encontró la puerta del edificio abierta de par en par. A la entrada
alguien había colocado una ofrenda de flores, un horario de inhumación en el
cementerio del Pere Lachaise y una urna para dejar las condolencias. Como no
estaba seguro de que alguien le llevara el pésame, Carré tomó una tarjeta en
blanco, escribió un nombre de mujer y la echó en la urna. Más tarde, mientras
esperaba el ómnibus, sintió la irresistible tentación de asistir a su propio
entierro. Todavía no podía hacerse a la idea de que estaba fuera de la vida, de
que tendría que penar para siempre como un espectro de carne y hueso al que
nadie puede ver.
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