Pensó en lo que diría su padre si pudiera verlo. Recordaba una pesadilla que
había tenido en la cárcel de Alemania: se perdía en un bosque y corría a tontas
y a locas hasta que caía en un pozo lleno de arañas y murciélagos. Gritaba
aterrorizado llamando a su padre que pagaba las cuentas de la vida en una
ventanilla donde hacían cola decenas de hombres y mujeres sin cara. Entonces el
padre se acercaba y le ponía la mano sobre la cabeza. Todavía sentía la dulzura
de la mano.
Casi no conoció a su padre pero lo imaginaba por la foto en blanco
y negro que su madre le había dejado en la pieza. Muchas veces se preguntaba
cómo había sido aquel hombre cuando tenía su edad y llegó a la conclusión de
que pasó sin contar para nadie, sin dejar huellas en el camino. En la foto
aparecía como de treinta y cinco años, bien afeitado, con una corbata de nudo
intemporal, peinado de época antes de que se llevara el corte de los yuppies.
Era un hombre que no llamaba la atención. Tal vez se conformaba con tener al
día los expedientes de Vialidad y llevar el sueldo a casa. Pero, ¿con qué
soñaba? ¿Deseaba a otra mujer? ¿Tenía enemigos? ¿De qué cuadro era? Durante los
años en Buenos Aires Carré sintió la vida como un espacio vacío. Tenía algún
conocido pero no amigos de verdad. Le enseñaron a amar confusamente a la
patria, pero nunca soñó con representarla en un país lejano. Pronto asumió su
infortunio con las mujeres y de tanto en tanto iba a buscar consuelo en los
alrededores de Constitución. A veces sospechaba que también su padre había
acudido a esos hoteles baratos para olvidarse de algo. ¿Pero de qué? No estaba
seguro de que lo hubiera hecho feliz ver a su hijo trabajando de espía en
París. Aunque sin duda las medallas lo colmarían de orgullo si hubiera podido
verlas.
Miró a su alrededor y no vio más que al cura y los falsos deudos que se
persignaban frente a la tumba. La rubia recogió con elegancia el vestido que le
llegaba a los tobillos y abrió la marcha por el sendero de lajas. Tenía los
tobillos bien formados y un gran agujero en la media derecha. El hombre alto
fue tras ella y la cubrió con el paraguas mientras el cura aplastaba el chicle
sobre una tumba vecina. Carré recogió el sombrero, lo limpió con la manga del
sobretodo y lo que vio entonces no iba a olvidarlo jamás. El cura volvió sobre
sus pasos, se arremangó la sotana y a favor del viento y la nevisca se puso a
mear muy orondo sobre la tumba recién cerrada. Carré se mordió el puño, ciego
de furia, y trató de grabarse los rasgos del meador solitario. ¿No lo había
cruzado antes en el Refugio o en la fugacidad de una cita clandestina? ¿O se
parecía a uno de los tantos desconocidos que le pasaban mensajes para otros
desconocidos? Lo vio partir tosiendo, rascándose la cabeza por debajo de la
gorra, y alcanzó a registrar que el pelo era negro y lo llevaba bien cortado.
Salió del escondite arrastrando la pierna agarrotada por las várices. Apretaba
en el bolsillo el libro de la Princesa Rusa y no pudo contener un gesto de
asombro. Su nombre completo estaba grabado en la cruz, como si fuese el de un
tipo cualquiera, de esos que tienen familia y un domicilio conocido. Sacudido
por la sorpresa, sólo atinó a quitarse respetuosamente el sombrero y a levantar
la corona caída en el barro.
No prestaba atención a las voces que cantaban los versos de Morrison. Pensó en
arrancar la cruz que delataba su identidad pero comprendió que sería inútil ya
que el mensaje estaba dirigido a la red y a nadie más le importaba su
existencia. Pero, ¿por qué El Pampero había decidido matarlo así? ¿Por qué no
lo habían liquidado de verdad como hacían los ingleses que empujaban a los
suyos bajo las ruedas del subte, o los alemanes que aparecían flotando en el
Sena después de una noche de juerga? ¿Lo consideraban tan insignificante que ni
siquiera merecía que le dispararan una bala en la nuca? Acomodó la corona y se
dijo que lo mejor sería esconderse en alguna parte y esperar nuevas
instrucciones. Después de todo, el Jefe le había dicho que él sería el ojo de
la patria en las puertas del infierno. Quizás esa noche en el Refugio alguien
sentiría un poco de pena por él, aunque no estaba seguro. Cerca, dos viejos
limpiaban un cantero y arrojaban flores marchitas en el cesto de la basura.
Antes de irse Carré se agachó a despegar el chicle con las marcas de los
dientes del cura. Lo envolvió en el pañuelo y juró sobre su propia tumba que no
iba a descansar hasta encontrar al hombre que había profanado su última morada.
Osvaldo Soriano
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