Capítulo
XI
En
el camino de luz proyectado por la puerta hacia la noche, los hombres se
apiñaban como queresas en un tajo. Pedro me echaba por delante y entramos; pero
mis pobres ropas de resero me restaban aplomo, de modo que nos acoquinamos a la
orillita de la entrada.
Las muchachas, modestamente recogidas en actitud de pudor, eran tentadoras como
las frutas maduras que esperan en traje llamativo quien las tome para gozarlas.
Corrí mi vista sobre ellas, como se corre la mano sobre un juego de bombas
trenzadas. De a una pasaron bajo mi curiosidad sin retenerla.
De pronto vi a mi mocita, vestida de punzó, con pañuelo celeste al cuello, y me
pareció que toda su coquetería era para mí solo.
Un acordeón y dos guitarras iniciaron una polca. Nadie se movía.
Sufría la ilusión de que toda la paisanada no tenía más razón de ser que la de
sus manos, inhábiles en el ocio. Eran aquéllas unos bultos pesados y fuertes,
que las mujeres dejaban muertos sobre las faldas y que los hombres llevaban
colgados de los brazos como un estorbo.
En eso, todos los rostros se volvieron hacia la puerta, al modo de un trigal
que se arquea mirando viento abajo.
El patrón, hombre fornido, de barba tordilla, nos daba las buenas noches con
sonrisa socarrona:
-¡A ver, muchachos, a bailar y divertirse como Dios manda! Vos Remigio y vos
Pancho; usted Don Primitivo y los otros: Felisario, Sofanor, Ramón, Telmo...,
síganme y vamos sacando compañeras.
Un momento nos sentimos empujados de todas partes y tuvimos que hacer cancha a
los nombrados. Bajo la voz neta de un hombre, los demás se sintieron unidos
como para una carga. Y en verdad que no era poca hazaña tomar a una mujer de la
cintura, para aquella gente que sola, en familia o con algún compañero, vivía
la mayor parte del tiempo separada de todo trato humano por varias leguas.
Un tropel se formó en el centro del salón, remolineó inquieto, se desparramó
hacia las sillas estorbándose como hacienda sedienta en una aguada.
Cada hombre dobló su importancia con la de la elegida. Arrancó el acordeonista
a tocar un vals rápido.
-¡A bailar por la derecha y sin encontrones! - gritó con autoridad el
bastonero. Y las parejas tomadas de lejos, los pies cercanos, el busto echado
para atrás, como marcando su voluntad de evitarse, empezaron a girar desafiando
el cansancio y el mareo.
Había comenzado la fiesta. Tras el vals tocaron una mazurca. Los mozos, los
viejos, los chicos, bailaban seriamente, sin que una mueca delatara su
contento. Se gozaba con un poco de asombro, y el estar así, en contacto con los
géneros femeniles, el sentir bajo la mano algún corsé de rigidez arcaica o la
carne suave y ser uno en movimiento con una moza turbada, no eran motivos para
reír.
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