Mi fantasía empezó a trabajar, animada por una fuerza nueva, y mi pensamiento
mezcló una alegría a las vastas meditaciones nacidas de la pampa.
A esa altura de mis mecedoras evocaciones, el bayo Comadreja dio una espantada
que casi me quita el maneador de entre las manos.
Siguiendo su mirada vi en la orilla opuesta del río asomar la socarrona
cabecita de un zorro.
Me dio vergüenza, como si hubiera burla en la atención de aquel bicho astuto.
Me levanté, tosí, acomodé las jergas del recado, enriendé el caballo y una vez
montado emprendí el retorno a las casas.
Saliendo de las barrancas, vi tendido delante mío un vasto potrero y a lo lejos
divisé el monte.
La estancia era grande y bien poblada. Diez leguas, ocho puestos, monte grande,
con calles cuidadas, galpones; casa lujosa y un jardín de flores como nunca
antes vi. Habíamos changado en unos trabajos de aparte, y ese día de Navidad el
patrón daba un gran baile para mensuales, puesteros y algunos conocidos del campo.
A la mañana había yo ayudado a limpiar y adornar el galpón de esquila, que
quedó emperifollado como una iglesia, y mientras volvía, que era para la
oración, prometíme una buena noche de parranda como no se presenta en muchas
ocasiones. Además, allí, en un puesto medio perdido en los juncales de un bajo,
había conocido una mocita con más coqueterías que un jilguero. No sería mal
arrimar un poquito de leña a ese fuego.
Entre tanto, mi bayo iba pisando con desconfianza entre matas de paja colorada
y esparto. A mis espaldas quedaba la laguna cubierta por la bruma de un
griterío confuso y ya tímido. Entré a una calle del monte. Los troncos vibraban
aún de luz. Me encontré de improviso con otro jinete ante cuya semblanza mis
ojos dudaron un momento.
-¿Sos vos Pedro?
-Barrales de apelativo. Yo mesmo soy. He sabido que andabas por acá y he venido
a toparte solo pa que me contés de tu vida.
-Y es claro que vos no más habías sido. Con razón cuando te vide las viruelas
me dije: Esa es cara con hocico.
-¿Y yo, hermanito? ¡Si te habré extrañao! ¿Creerás que dende que no te veo no
puedo miar?
Con qué gusto encontraba a mi bueno y viejo compañero del primer arreo, cuya
alegría dicharachera había dejado en mi memoria la resonancia de un cencerro.
Hasta llegar al palenque, me hizo decir cuanto quiso sobre lo sucedido en mi
existencia desde que no nos habíamos visto, y comentaba a antojo mis relatos
con ingeniosos parangones o burlas simpáticas. Convinimos andar juntos en el
baile y comimos codo a codo, en cuclillas, al lado del asador rodeado por unos
treinta hombres.
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