A
medianoche vinieron bandejas con refrescos para las señoras. También se sirvió
licor y algunas sangrías. Alfajores, bollos, tortas fritas y empanadas fueron
traídos en canastas de mimbre claro. Y las que querían cenar algún plato de
carne asada, salían hacia la carpa.
Los hombres, por su lado, se acercaban al despacho de los frascos, que hoy
habíamos contemplado con Pedro, y allí hacían gasto de ginebra, anís
Carabanchel y caña de durazno o guindado.
Desde ese momento se estableció una corriente de idas y vueltas entre las
carpas y el salón, animado por un renuevo de alegría.
El acordeonista fue reemplazado por otro más vivaracho, bajo cuyos dedos las
polcas y las mazurcas saltaban entre escalas, trinos y firuletes.
Ya las bromas se daban a voz alta y las muchachas reían olvidando su exagerada
tiesura.
Saqué como cuatro veces a mi niña de punzó y, al compás de las guitarras,
empecé a decirle floridas galanterías que aceptaba con gustosos sonrojos.
En los intervalos volvía hacia mi lugar, al lado de Pedro Barrales, que me
divertía con sus comentarios.
-Sos sonso -le decía-, estás sumido y triste como lechón que se ha dejao quitar
la teta.
-No ves que soy loco como vos, para andar pataleando sobre las baldosas.
-¿Loco?
-¡Si te hirve el agua en la cabeza!
Y como yo me fingiera resentido, tomábame del brazo para consolarme con
afectuoso acento:
-No te me enojéh'ermanito. Sos como la cañada'e la Cruz: tenés tus retazos
malos y tus retazos güenos.
-Válganme los güenos -concluía yo, volviendo a mi fandango.
Sin embargo, la animación crecía y éranos casi necesario un apuro de ritmos,
cuando el bastonero golpeó las manos:
-¡Vamoh'a ver, un gato bien cantadito y bailarines que sepan floriarse!
El acordeonista dio sitio al guitarrero que iba a cantar.
Los cuatro bailarines se colocaron cerca de los músicos. Las mujeres miraban al
suelo mientras los hombres requintaban el ala de sus chambergos.
Empezaron a rasguear los mozos de las guitarras. Las manos de muñecas flojas
pasaban sobre el encordado, con acompasado vaivén, y un golpe más fuerte
marcaba el acento, cortando como un tajo el borrón rítmico del rasguido.
El latigazo intermitente del acento iba irradiando valentías de tambor en el
ambiente. Los bailarines, de pie, esperaban que aquello se hiciera alma en los
descansados músculos de sus paletas bravías, en la lisura de sus hombros
lentos, en las largas fibras de sus tendones potentes.
Gradualmente, la sala iba embebiéndose de aquella música. Estaban como curadas
las paredes blancas que encerraban el tumulto.
La puerta pegaba con energía sus cuatro golpes rígidos en el muro, abriéndolo a
la noche hecha de infinito y de astros, sobre el campo que nada quería saber
fuera de su reposo. Los candiles temblaban como viejas. Las baldosas preparaban
sonido bajo los pies de los zapateadores. Todo se había plegado al macho
imperio del rasguido.
Y el cantor expresó ternuras en tensas notas:
"Sólo
una escalerita de amor me falta,
sólo
una escalerita de amor me falta,
para
llegar al cielo, mi vida, de tu garganta."
Las
dos mujeres, los dos hombres, dieron comienzo a la danza.
Los hombres caminaban con ágiles galanteos de gallo que arrastra el ala.
Las mujeres tomaron la delantera en el círculo descrito y miraban coqueteando
por sobre el hombro.
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