La máquina parecía más grande por lo negra que se la veía
entre el verde del jardín y los frutales. Tío Carlos la cargó de brasas, y
mientras tomaba calor eligió un hormiguero y le puso el pico del tubo; yo eché
barro alrededor y lo apisoné pero no muy fuerte, para impedir el
desmoronamiento de las galerías como decía el manual. Entonces mi tío abrió la
puerta para el veneno y trajo la lata y la cuchara. El veneno era violeta, un
color precioso, y había que echar una cucharada grande y cerrar en seguida la
puerta. Apenas la habíamos echado se oyó como un bufido y la máquina empezó a
trabajar. Era estupendo, todo alrededor del pico salía un humo blanco, y había que
echar más barro y aplastarlo con las manos. "Van a morir todas", dijo
mi tío que estaba muy contento con el funcionamiento de la máquina, y yo me
puse al lado de él con las manos llenas de barro hasta los codos, y se veía que
era un trabajo para que lo hicieran los hombres.
—¿Cuánto tiempo hay que fumigar cada hormiguero? —preguntó mamá.
—Por lo menos media hora —dijo tío Carlos—. Algunos son larguísimos, más de lo
que se cree.
Yo entendí que quería decir dos o tres metros, porque había
tantos hormigueros en casa que no podía ser que fueran demasiado largos. Pero
justo en ese momento oímos que la Cufina empezaba a chillar con esa voz que
tenía que la escuchaban desde la estación, y toda la familia Negri vino al
jardín diciendo que de un cantero de lechuga salía humo. Al principio yo no lo
quería creer pero era cierto, porque en el mismo momento Lila me avisó desde
los ligustros que en su casa también salía humo al lado de un duraznero, y tío
Carlos se quedó pensando y después fue hasta el alambrado de los Negri y le
pidió a la Chola que era la menos haragana que echara barro donde salía el
humo, y yo salté a lo de Lila y taponé el hormiguero. Ahora salía humo en otras
partes de casa, en el gallinero, más atrás de la puerta blanca, y al pie de la
pared del costado. Mamá y mi hermana ayudaban a poner barro, era formidable
pensar que por debajo de la tierra había tanto humo buscando salir, y que entre
ese humo las hormigas estaban rabiando y retorciéndose como los tres niños de
Flores.
Esa tarde trabajamos hasta la noche, y a mi hermana la
mandaron a preguntar si en la casa de otros vecinos salía humo. Cuando apenas
quedaba luz la máquina se apagó, y al sacar el pico del hormiguero yo cavé un
poco con la cuchara de albañil y toda la cueva estaba llena de hormigas muertas
y tenía un color violeta que olía a azufre. Eché barro encima como en los
entierros, y calculé que habrían muerto unas cinco mil hormigas por lo menos.
Ya todos se habían ido adentro porque era hora de bañarse y tender la mesa,
pero tío Carlos y yo nos quedamos a repasar la máquina y a guardarla. Le
pregunté si podía llevar las cosas al cuarto de las herramientas y dijo que sí.
Por las dudas me enjuagué las manos después de tocar la lata y la cuchara, y
eso que la cuchara la habíamos limpiado antes.
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