El veinte de mayo a las ocho de la tarde las seis
baterías de la brigada de artillería de la reserva de N, que se dirigían al
campamento, se detuvieron a pernoctar en la aldea de Mestechki. En el momento
de mayor confusión, cuando unos oficiales se ocupaban de los cañones y otros,
reunidos en la plaza junto a la verja de la iglesia, escuchaban a los
aposentadores, por detrás del templo apareció un jinete en traje civil montando
una extraña cabalgadura. El animal, un caballo bayo, pequeño, de hermoso cuello
y cola corta, no caminaba de frente sino un poco al sesgo, ejecutando con las
patas pequeños movimientos de danza, como si se las azotaran con el látigo.
Llegado ante los oficiales, el jinete alzó levemente el sombrero y dijo:
-Su Excelencia el teniente general Von Rabbek,
propietario del lugar, invita a los señores oficiales a que vengan sin dilación
a tomar el té en su casa...
El caballo se inclinó, se puso a danzar y retrocedió de
flanco; el jinete volvió a alzar levemente el sombrero, y un instante después
desapareció con su extraña montura tras la iglesia.
-¡Maldita sea! -rezongaban algunos oficiales al dirigirse
a sus alojamientos-. ¡Con las ganas que uno tiene de dormir y el Von Rabbek ese
nos viene ahora con su té! ¡Ya sabemos lo que eso significa!
Los oficiales de las seis baterías recordaban muy
vivamente un caso del año anterior, cuando durante unas maniobras, un conde
terrateniente y militar retirado los invitó del mismo modo a tomar el té, y con
ellos a los oficiales de un regimiento de cosacos. El conde, hospitalario y
cordial, los colmó de atenciones, les hizo comer y beber, no les dejó regresar
a los alojamientos que tenían en el pueblo y les acomodó en su propia casa.
Todo eso estaba bien y nada mejor cabía desear, pero lo malo fue que el militar
retirado se entusiasmó sobremanera al ver aquella juventud. Y hasta que rayó el
alba les estuvo contando episodios de su hermoso pasado, los condujo por las
estancias, les mostró cuadros de valor, viejos grabados y armas raras, les leyó
cartas autógrafas de encumbrados personajes, mientras los oficiales, rendidos y
fatigados, escuchaban y miraban deseosos de verse en sus camas, bostezaban con
disimulo acercando la boca a sus mangas. Y cuando, por fin, el dueño de la casa
los dejó libres era ya demasiado tarde para irse a dormir.
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