¿No sería también de ese estilo el tal Von Rabbek? Lo
fuese o no, nada podían hacer. Los oficiales se cambiaron de ropa, se
cepillaron y marcharon en grupo a buscar la casa del terrateniente. En la
plaza, cerca de la iglesia, les dijeron que a la casa de los señores podía irse
por abajo: detrás de la iglesia se descendía al río, se seguía luego por la
orilla hasta el jardín, donde las avenidas conducían hasta el lugar; o bien se
podía ir por arriba: siguiendo desde la iglesia directamente el camino que a
media versta del poblado pasaba por los graneros del señor. Los oficiales
decidieron ir por arriba.
-¿Quién será ese Von Rabbek? -comentaban por el camino-.
¿No será aquel que en Pleven mandaba la división N de caballería?
-No, aquel no era Von Rabbek, sino simplemente Rabbek,
sin von.
-¡Ah, qué tiempo más estupendo!
Ante el primer granero del señor, el camino se bifurcaba:
un brazo seguía en línea recta y desaparecía en la oscuridad de la noche; el
otro, a la derecha, conducía a la mansión señorial. Los oficiales tomaron a la
derecha y se pusieron a hablar en voz más baja... A ambos lados del camino se
extendían los graneros con muros de albañilería y techumbre roja, macizos y
severos, muy parecidos a los cuarteles de una capital de distrito. Más adelante
brillaban las ventanas de la mansión.
-¡Señores, buena señal! -dijo uno de los oficiales-.
Nuestro séter va delante de todos; ¡eso significa que olfatea una presa!
El teniente Lobitko, que iba en cabeza, alto y robusto,
pero totalmente lampiño (tenía más de veinticinco años, pero en su cara redonda
y bien cebada aún no aparecía el pelo, váyase a saber por qué), famoso en toda
la brigada por su olfato y habilidad para adivinar a distancia la presencia
femenina, se volvió y dijo:
-Sí, aquí debe de haber mujeres. Lo noto por instinto.
Junto al umbral de la casa recibió a los oficiales Von
Rabbek en persona, un viejo de venerable aspecto que frisaría en los sesenta
años, vestido en traje civil. Al estrechar la mano a los huéspedes, dijo que
estaba muy contento y se sentía muy feliz, pero rogaba encarecidamente a los
oficiales que, por el amor de Dios, le perdonaran si no les había invitado a
pasar la noche en casa. Habían llegado de visita dos hermanas suyas con hijos,
hermanos y vecinos, de suerte que no le quedaba ni una sola habitación libre.
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