El treinta y uno de agosto regresaba del campamento, pero
ya no con su brigada, sino con dos baterías. Durante todo el camino soñó y se
impacientó como si volviera a su lugar natal. Deseaba con toda el alma ver de
nuevo el caballo extraño, la iglesia, la insincera familia Von Rabbek y el
cuarto oscuro. La «voz interior» que con tanta frecuencia engaña a los
enamorados le susurraba, quién sabe por qué, que la vería sin falta... Unos
interrogantes lo torturaban: ¿cómo se encontraría con ella?, ¿de qué le
hablaría?, ¿no habría olvidado ella el beso? En el peor de los casos, pensaba,
aunque no se encontraran, para él ya resultaría agradable el mero hecho de
pasar por el cuarto oscuro y recordar...
Hacia la tarde se divisaron en el horizonte la conocida
iglesia y los blancos graneros. A Riabóvich empezó a palpitarle el corazón...
No escuchaba al oficial que cabalgaba a su lado y le decía alguna cosa, se
olvidó de todo contemplando con avidez el río que brillaba en lontananza, la
techumbre de la casa, el palomar encima del cual revoloteaban las palomas
iluminadas por el sol poniente.
Se acercaron a la iglesia y luego, al escuchar al
aposentador, esperaba a cada instante que por detrás del templo apareciera el
jinete e invitara a los oficiales a tomar el té, pero... el informe de los
aposentadores tocó a su fin, los oficiales bajaron de sus cabalgaduras y se
dispersaron por el pueblo, y el jinete no comparecía.
«Ahora Von Rabbek se enterará de nuestra llegada por los
mujiks y mandará por nosotros», pensaba Riabóvich al entrar en una isba, sin
comprender por qué su compañero encendía una vela ni por qué los ordenanzas se
apresuraban a preparar los samovares...
Una penosa inquietud se apoderé de él. Se acostó, después
se levantó y miró por la ventana si llegaba el jinete. Pero no había jinete.
Volvió a acostarse. Media hora más tarde se levantó y, sin poder dominar su
inquietud, salió a la calle y dirigió sus pasos hacia la iglesia. La plaza,
cerca de la verja, estaba oscura y desierta... Tres soldados se habían
detenido, juntos y callados, al mismísimo borde del sendero. Al ver a
Riabóvich, salieron de su ensimismamiento y lo saludaron. Él se llevó la mano a
la visera y empezó a bajar por el conocido sendero.
Por encima de la otra orilla, el cielo se había teñido de
un color purpúreo: salía la luna. Dos campesinas, charlando en voz alta,
andaban por un huerto arrancando hojas de col; tras los huertos negreaban
algunas isbas... Y en la orilla de este lado, todo era igual que en mayo: el
sendero, los arbustos, los sauces inclinados sobre el agua... Sólo no se oía al
valiente ruiseñor, ni se notaba olor a álamo y a hierba tierna.
Ante el jardín, Riabóvich miró por la portezuela. El
jardín estaba oscuro y silencioso... Sólo se distinguían los troncos blancos de
los abedules próximos y un pequeño tramo de la avenida, todo lo demás se
confundía en una masa negra. Riabóvich aguzaba el oído y miraba ávidamente,
pero, tras haber permanecido allí alrededor de un cuarto de hora sin oír ni un
ruido y sin haber visto una luz, volvió sobre sus pasos...
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