Se acercó al río. Ante él se destacaban la caseta de
baños del general y unas sábanas colgadas en las barandillas del puentecillo.
Subió al pequeño puente, se detuvo un poco, tocó sin necesidad una de las
sábanas, que encontró áspera y fría. Miró hacia abajo, al agua... El río se
deslizaba rápido y apenas se le oía rumorear junto a los pilotes de la caseta.
La luna roja se reflejaba cerca de la orilla; pequeñas ondas corrían por su
reflejo alargándola, despedazándola, como si quisieran llevársela.
«¡Qué estúpido! ¡Qué estúpido! -pensaba Riabóvich
contemplando la corriente-. ¡Qué poco inteligente es todo esto.»
Ahora que ya no esperaba nada, la historia del beso, su
impaciencia, sus vagas esperanzas y su desencanto se le aparecían con vívida
luz. Ya no le parecía extraño que no se hubiera presentado el jinete enviado
por el general, ni no ver nunca a aquella que casualmente lo había besado a él
en lugar de otro. Al contrario, lo raro sería que la viera.
El agua corría no se sabía hacia dónde ni para qué. Del
mismo modo corría en mayo; el riachuelo, en el mes de mayo, había desembocado
en un río caudaloso, y el río en el mar; después se había evaporado, se había
convertido en lluvia, y quién sabe si aquella misma agua no era la que en este
momento corría otra vez ante los ojos de Riabóvich... ¿A santo de qué? ¿Para
qué?
Y el mundo entero, la vida toda, le parecieron a
Riabóvich una broma incomprensible y sin objeto. Apartando luego la vista del
agua y tras haber elevado los ojos al cielo, recordó otra vez cómo el destino
en la persona de aquella mujer desconocida lo había acariciado por azar, se
acordó de sus ensueños y visiones estivales, y su vida le pareció
extraordinariamente aburrida, mísera y gris.
Cuando regresó a su islba, no encontró en ella a ninguno
de sus compañeros. El ordenanza le informó que todos se habían ido a casa del
«general Fontriabkin», que había mandado un jinete a invitarlos... Por un
instante el gozo estalló en el pecho de Riabóvich, pero él se apresuró a apagar
aquella llama, se acostó y, para contrariar a su destino, como si deseara
vejarle, no fue a casa del general.
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