El pintor Yegor Savich,
que se hospeda en la casa de campo de la viuda de un oficial, está sentado en
la cama, sumido en una dulce melancolía matutina.
Es ya otoño. Grandes nubes informes y espesas se
deslizan por el firmamento; un viento, frío y recio, inclina los árboles y
arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós, estío!
Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una
belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich, aunque es pintor y
debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible
y sólo lo consuela pensar que al día siguiente no estará ya en la quinta.
La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo
está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo género de efectos
domésticos. Se han quitado ya los visillos de las ventanas. Al día siguiente,
¡por fin!, los habitantes veraniegos de la quinta se trasladarán a la ciudad.
La viuda del oficial no está en casa. Ha salido
en busca de carruajes para la mudanza.
Su hija Katia, de veinte años, aprovechando la
ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven. Mañana se separan y tiene
que decirle un sinfín de cosas. Habla por los codos; pero no encuentra palabras
para expresar sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiración,
la espesa cabellera de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la
persona de Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene
pelos en el cuello, en las narices, en las orejas, y sus cejas son tan
pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en la selva
virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perdería para siempre.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario