Yegar
Savich escucha a Katia, bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la
muchacha se echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas
cejas, y le dice con su voz de bajo:
-No puedo casarme.
-¿Pero por qué? -suspira ella.
-Porque un pintor, un artista que vive de su
arte, no debe casarse. Los artistas debemos ser libres.
-¿Y no lo sería usted conmigo?
-No me refiero precisamente a este caso... Hablo
en general. Y digo tan sólo que los artistas y los escritores célebres no se
casan.
-¡Sí, usted también será célebre, Yegor Savich!
Pero yo... ¡Ah, mi situación es terrible!... Cuando mamá se entere de que usted
no quiere casarse, me hará la vida imposible. Tiene un genio tan arrebatado...
Hace tiempo que me aconseja que no crea en sus promesas de usted. Luego, aún no
le ha pagado usted el cuarto... ¡Menudos escándalos me armará!
-¡Que se vaya al diablo su mamá de usted! Piensa
que no voy a pagarle?
Yegor Savich se levanta y empieza a pasearse por
la habitación.
-¡Yo debía irme al extranjero! -dice.
Le asegura a la muchacha que para él un viaje al
extranjero es la cosa más fácil del mundo: con pintar un cuadro y venderlo...
-¡Naturalmente! -contesta Katia-. Es lástima que
no haya usted pintado nada este verano.
-¿Acaso es posible trabajar en esta pocilga?
-grita, indignado, el pintor-. Además, ¿dónde hubiera encontrado modelos?
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