Roberto Arlt
No te
diré nunca cómo fui hundiéndome, día tras día, entre los hombres perdidos,
ladrones y asesinos y mujeres que tienen la piel del rostro más áspero que cal
agrietada. A veces, cuando reconsidero la latitud a que he llegado, siento que
en mi cerebro se mueven grandes lienzos de sombra, camino como un sonámbulo y
el proceso de mi descomposición me parece engastado en la arquitectura de un
sueño que nunca ocurrió.
Sin embargo, hace mucho tiempo que estoy perdido. Me
faltan fuerzas para escaparme a ese engranaje perezoso, que en la sucesión de
las noches me sumerge más y más en la profundidad de un departamento
prostibulario, donde otros espantosos aburridos como yo soportan entre los
dedos una pantalla de naipes y mueven con desgano fichas negras o verdes,
mientras que el tiempo cae con gotear de agua en el sucio pozal de nuestras
almas.
Jamás le he hablado a ninguno de mis compañeros de ti, ¿y
para qué?
La única informada de tu existencia es Tacuara. Apretando
en el bolsillo un rollo de dinero, entra a la pieza después de las cuatro de la
madrugada. El pelo de Tacuara es lacio y renegrido; los ojos oblicuos y pampas;
la cara redonda y como espolvoreada de carbón, y la nariz chata. Tacuara tiene
una debilidad: es la lectura de la "Vida Social", y una virtud, la de
gustarle a los descargadores de naranjas y hombres de la ribera de San
Fernando.
Ceba mate mientras yo, espatarrado en la cama, pienso en
ti, a quien he perdido para siempre.
Lo dificultoso es explicarte cómo fui hundiéndome día
tras día.
A medida que pasan los años, cae sobre mi vida
una pesada losa de inercia y acostumbramiento. La actitud más ruin y la
situación más repugnante me parece natural y aceptable. Me falta extrañeza para
recordar los muros de los calabozos donde he dormido tantas veces.
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