Pero a
pesar de haberme mezclado con los de abajo, jamás hombre alguno ha vivido más
aislado entre estas fieras que yo. Aún no he podido fundirme con ellos, lo cual
no me impide sonreír cuando alguna de estas bestias la estropea a golpes a una
de las desdichadas que lo mantiene, o comete una salvajada inútil, por el solo
gusto de jactarse de haberla realizado.
Muchas veces acude tu nombre a mis labios. Recuerdo la
tarde cuando estuvimos juntos, en la iglesia de Nueva Pompeya. También me
acuerdo del podenco del sacristán. Empinando el hocico y el paso tardo, cruzaba
el mosaico del templo por entre la fila de bancos... pero han pasado tantos
cientos de días, que ahora me parece vivir en una ciudad profundísima,
infinitamente abajo, sobre el nivel del mar. Una neblina de carbón flota
permanente en este socavón de la infrahumanidad; de tanto en tanto chasquea el
estampido de una pistola automática, y luego todos volvemos a nuestra postura
primera, como si no hubiera ocurrido nada.
Incluso he cambiado de nombre, de manera que aunque a
todos los que pasan les preguntaras por mí, nadie sabría contestarte.
Sin embargo, vivimos aquí en la misma ciudad, bajo
idénticas estrellas.
Con la diferencia, claro está, que yo exploto a una
prostituta, tengo prontuario y moriré con las espaldas desfondadas a balazos
mientras tú te casarás algún día con un empleado de banco o un subteniente de
la reserva.
Y si me resta tu recuerdo es por representar
posibilidades de vida que yo nunca podré vivir. Es terrible, pero rubricado en
ciertos declives de la existencia, no se escoge. Se acepta.
Estalló tu recuerdo, una noche que tiritaba de fiebre
arrojado al rincón de un calabozo. No estaba herido, pero me habían golpeado
mucho con un pedazo de goma y la temperatura de la fiebre movía ante mis ojos
paisajes de perdición.
Grisáceo como el trozo de un film, pasaba el recuerdo del
primer viaje que efectué a un prostíbulo de provincia, con Tacuara. Era la una
de la tarde y un coche desvencijado nos llevaba por un callejón sombrío, acolchado
de polvo. El sol centelleaba en el muro rojo del prostíbulo, y frente a la
puerta de chapa de hierro engastada en la muralla de ladrillo había un pantano
de orines y un poste para atar los caballos. El viento hacia chirriar en su
soporte un farol de petróleo.
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