Ahora
en la mesa del café, bajo las luces amarillas, blancas y azules, el silencio
constituye un reposo. Tenemos necesidad de un poco de descanso, para que se
asienten nuestras infamias calladas, nuestros crímenes flojos.
La música retoba el aburrimiento
Un tango antiguo nos recuerda un momento carcelario,
otros la noche del hallazgo de una mujer, otros un instante terrible de cuando
andábamos en la mala.
Si el tango se hace bronco, un espasmo nos retuerce el
alma. Se recuerda entonces el placer rojo y terrible de aplastarle a puñetazos
la cara a una mujer, o también el goce de bailar trenzados con una hembra
esquiva en una milonga asesina, o también el primer dinero que nos dio la mujer
que nos inició en la vida, billete de diez pesos que ella sacó de la liga y que
nosotros recibimos con alegría temblorosa porque ese dinero lo había ganado
acostándose con otros.
Lloro de bandoneones que lo despeina a uno en dulces
recuerdos, primeras emociones agridulces de vida de cafishio: la mujer que va
por la calle con un hombre; la mujer que ríe en la mesa acompañada de tres
hombres, sensación de procacidad y ráfaga; la mujer que durante la noche ha
hecho la recorrida del café y la pieza del brazo de clientes que pasaban ante
los ojos, emoción que colma la expectativa de algunas palabras susurradas
subrepticiamente: "Esperá un momento, querido, que pronto me
desocupo".
El tango nos empenacha el alma del recuerdo de primitivas
alegrías: la mujer de todos pavoneándose en compañía de aquel a quien le regala
su dinero, la gente mirándonos al pasar, los giles asombrándose de las
pornografías de la conversación, las tenidas en las piezas de las amigas, las
presentaciones de rigor: "Le presento a mi marido".
Tardes de lluvia desperdigadas entre largas rondas de
mate, la victrola en un rincón, la bandeja de masas arrumbada entre tarros de
gomina. Si la mujer hace la calle, la reglamentaria despedida a las cuatro, el
"hasta luego querido", el "tené cuidado con los tiras,
nena" y la mujer que en el instante de la despedida siempre tiene un gesto
raro, casi doloroso al principio en el oficio y que mediante un esfuerzo de
voluntad recubre su rostro de una máscara de impasibilidad convirtiéndose
instantáneamente en otra, mezclándose a los transeúntes con el tardo paso de la
yiranta. Inmediatamente a uno le cruza la mente esta preocupación: "En
fija la encanan hoy" o "¿No será la última vez que la veo hoy?"
Por eso, cuando en el silencio que guardamos junto a la
mesa de café, repiquetea el timbre del teléfono, un sobresalto nos mueve las
cabezas, y si no es para nosotros, bajo las luces blancas, bermejas o azules,
Uña de Oro bosteza y Guillermito el Ladrón barbota una injuria, y una negrura
que ni las mismas calles más negras tienen en sus profundidades de barro, se nos
entra a los ojos, mientras tras el espesor de la vidriera que da a la calle
pasan mujeres honradas del brazo de hombres honrados.
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