Moría la tarde de un día
jueves, a fines del invierno.
El viento soplaba con
furia y la lluvia repiqueteaba en los vidrios de las ventanas de la choza.
El pescador y su esposa,
rodeados de sus hijos, se lamentaban de su pobreza al calor de los leños que
ardían en el hogar. El reflejo de las llamas iluminaba a la menor de las niñas,
prestándole un aspecto sobrenatural. Serían las siete y ya la tormenta se
calmaba, cuando se oyeron tres fuertes golpes a la puerta.
Se levantó el padre,
arrojó la red que componía y se dirigió a abrir. Apenas lo hizo, apareció en el
vano un gran oso blanco, que dijo:
- Buenas tardes.
- Buenas tardes -
respondió el pescador -. ¿Qué se os ofrece?
- Deseo por esposa a
vuestra hija menor. Si consiente en seguirme, os haré tan ricos como pobre sois
ahora.
El hombre, que era
prudente y deseaba consultar a la niña antes de decidir nada a su respecto,
contestó:
- Volved el próximo
jueves y os daré mi respuesta.
Desapareció el oso, y en
los días que siguieron el padre trató de convencer a la requerida de la
conveniencia de aceptar la extraña propuesta.
El próximo jueves, a la
misma hora, estando la familia reunida, se volvieron a oír los tres golpes.
La atención de todos se
dirigió a Ingrid, la hermana menor, que, peinada y con sus ropitas en un atado,
parecía esperar la llegada del animal.
Al abrirse la puerta
apareció el oso.
Puso la pata en el
umbral, y al fijar la mirada en Ingrid comprendió que se accedía a su pedido.
Hizo una señal; la niña
montó resueltamente sobre el lomo de la bestia m y ésta emprendió la carrera
con su adorable carga.
La nieve que caía
borraba las huellas del animal, haciendo imposible conocer la ruta que seguía.
Anduvieron hasta caer la
noche, pero el camino estaba siempre claro para ellos.
Por fin llegaron a una
altísima montaña a cuyo pie se detuvo el oso. Depositó en el suelo a la niña y
golpeo en cierto lugar de una manera ya convenida.
Inmediatamente se abrió
un hueco en la roca, y por ella penetró el oso seguido de Ingrid.
Se encontraron en un
magnífico palacio, en uno de cuyos salones vieron una mesa cubierta por blanco
mantel y rebosante de exquisitos manjares.
Tras invitarla a
servirse, el oso se dispuso a partir; pero antes le entregó una campanilla de
plata, recomendándole que la agitara cada vez que necesitara algo. Dicho lo
cual, desapareció.
La joven comió y bebió,
y como luego sintiera ganas de dormir, agitó la campanilla.
Inmediatamente manos
invisibles la transportaron a otro cuarto, donde la acostaron en una blanca y
mullida cama.
Se apagó la luz, y ya
los ojos de Ingrid se cerraban cuando oyó leves rumores, lo que no le impidió,
debido al cansancio, quedarse dormida.
Pasaron varios días y
varias noches.
La pobre niña estaba
triste. No podía olvidar la casita de sus padres.
Y parece ser que el oso
advirtió esto, pues una mañana radiante de sol se presentó y dijo:
- Si lo deseáis, os
llevaré a visitar a vuestros padres.
Aceptó la niña, y muy
alegre se disponía a trepar al lomo del animal, cuando éste le habló así:
- Querida Ingrid, es mi
deseo que seáis feliz entre los vuestros, pero prometedme dominar la ambición
de saber.
Vuestra felicidad y la
mía dependen de ello.
La niña prometió ser
prudente, y el oso partió a la carrera.
Pasaron la región de los
bosques, después la de las nieves, hasta que por fin llegaron a un paraje
delicioso, una loma cubierta de césped salpicado de flores, con árboles que
daban sombra a una casa de madera de todos colores.
- Os dejo en la casa de
vuestros padres - dijo el oso -.
Volveré a buscaros. No
olvidéis vuestra promesa.
- No la olvidaré -
aseguró Ingrid.
La alegría de la familia
fue tan grande como la de la niña, que recorría embelesada los aposentos.
- Esta era tu cama,
Ingrid - dijo la madre -. Y ésa la velita que encendías para desnudarte.
La miró la niña, e
instantáneamente una idea se apoderó de ella: " ¿Si me la llevara ?...
"
Su luz era pequeña.
Quizá podría prenderla y, sin ser notada, observar su cuarto por la noche.
Y pensando así la tomó y
escondió entre sus ropas.
Volvió el oso, y tras
invitarla a despedirse, emprendieron el regreso.
Como la otra vez, no
quedaban huellas en el camino por donde pasaban.
Mientras andaban,
preguntó el oso:
- ¿Cumplisteis vuestra
promesa?
- Sí, la he cumplido -
respondió la joven dándose valor.
Llegaron al castillo, y
cuando fue de noche, la curiosidad dominó a la niña.
Quería saber a toda
costa.
Como todas las noches,
se oyeron unos rumores.
Cuando cesaron, Ingrid
prendió la vela.
Se levantó, y con
precaución inspeccionó el cuarto.
Vio un lecho bajo, tan
cómodo como el suyo, y reclinado en él a un hermoso príncipe ricamente vestido,
que con la espada al costado dormía plácidamente.
La joven, sorprendida y
emocionada, se acercó tanto que el joven se despertó, y con voz lastimera dijo:
- ¿Qué habéis hecho,
niña imprudente?
¡Ahora, por vuestra
impaciencia, seremos desgraciados los dos!
Sabed, pues, que una
perversa princesa muy poderosa me ha encantado.
Por eso soy de día un
oso y un hombre por las noches.
Había conseguido poder
cuidaros hasta que se cumpliera mi destino y fuera dueño de casarme, pero ahora
todo ha terminado entre nosotros. Debo abandonaros y reunirme con la fea
princesa de nariz larga que vive en un castillo situado al este del Sol y al
oeste de la Luna, castillo más inaccesible aún que éste.
Ingrid lloró y gimió,
pero en vano.
El destino inexorable
debía cumplirse.
Al otro día, cuando
despertó, el Príncipe y su palacio habían desaparecido.
La luz del sol apenas
llegaba a ella, y notó que se encontraba en medio de un bosque tupido y
obscuro. El hatillo que trajera de casa de su padre se encontraba a su lado.
Creyéndose víctima de un
mal sueño, la niña se frotó los ojos.
Luego, ante la triste
realidad, lloró largo rato; pero el deseo de encontrar al Príncipe le dio
fuerzas, y animosamente se puso en marcha.
Caminó días y días,
cruzando sombríos parajes, hasta que en uno más feo y triste que los otros
vieron a una extraña anciana que, sentada en una roca, jugaba con una manzana
de oro que tenía en las manos.
Se acercó a ella la
niña, y después de saludarla le preguntó tímidamente si conocía el camino que
conducía al castillo que ésta al este del Sol y al oeste de la Luna.
- No - respondió la
vieja, que a todas luces era una hechicera -. ¡Nadie la sabe! Pronto, tarde o
nunca encontraréis el camino de la ilusión. - Luego, conmovida, al parecer, por
la inocencia de la niña, agregó - : Si queréis, os puedo prestar mi caballo,
que os llevará a ver al Viento Este.
Quizá él os dé las señas
que buscáis. Únicamente os pido que cuando lleguéis a destino, deis al caballo
un golpecito bajo la oreja izquierda, con una varita de avellano; sólo
encontrará el camino de vuelta. Además, como me gustáis, os regalo esta manzana
de oro, que creo os servirá.
Comprendió Ingrid que la
anciana era un hada. Así que tomando la manzana montó a caballo, y éste partió
a la carrera. Anduvieron mucho tiempo, y por fin llegaron a una cueva sombría,
morada del Viento Este.
Se acercó la niña, y
suavemente preguntó al Viento Este si podía indicarle el camino que está al
este del Sol y al oeste de la Luna.
- He oído hablar de ello
- dijo el Viento - , pero nunca fui tan lejos. Si os colocáis entre mis alas os
conduciré hasta la morada de mi hermano, el Viento Oeste; quizá él ayudaros.
Despidió Ingrid al
caballo, y con el regalo de la hechicera se instaló en la extraña cabalgadura.
Os podéis imaginar la
rapidez de la marcha.
Al llegar a la vivienda
del Viento Oeste, el Viento Este se adelantó hacia su hermano y le explicó lo
que la joven esperaba de él.
- Ignoro ese camino -
contestó - , pero puede ser que nuestro hermano el Viento Sur, que ha llegado a
lejanísimas comarcas, lo conozca.
Partieron, y volando a
increíble altura llegaron a presencia del Viento Sur, quien tampoco conocía el
camino que lleva al castillo que está al este del Sol y al oeste de la Luna.
Siguieron, pues, volando
hasta la guarida del Viento Norte.
Era éste el más poderoso
de los cuatro vientos, y sobrecogió a la niña su terrible aspecto.
Tratando de suavizar el
rugido de su voz, dijo a Ingrid:
- Sé dónde queda ese
país, y si la idea de viajar conmigo no os desagrada demasiado, trataré de
llevaros a tan remotos lugares.
Como la marcha será
larga, es prudente pasar la noche en mi cueva; partiremos mañana temprano.
Era ésta otra prueba
cruel para la niña, pero su amor le dio valor, y aceptó agradecida cuanto
propuso el Viento Norte.
A la mañana siguiente,
cuando al esfumarse la neblina dejó ver las copas de los árboles y el lejano
contorno del mar, el Viento Norte despertó a la joven; luego, tomando aliento,
se agitó y se infló tanto, que rápidamente adquirió un cuerpo monstruoso, cuya
sombra cubría todo el país.
Por último, el terrible
Boreal levantó a Ingrid en sus alas, y juntos partieron a vertiginosa
velocidad.
A veces el Viento Norte
daba un fortísimo envión, y con la soberana majestad del águila se perdía en el
cenit; pero otras, como pato herido, se inclinaba hasta tocar las aguas.
Por fin, a fuerza de
saltos sobre reinos y zancadas sobre el océano, presintieron que se acercaban
al ansiado lugar.
El Viento Norte conoció,
por algunas algas gigantes que boyaban sobre las aguas, que la tierra estaba
próxima; hizo un último y poderoso esfuerzo, y segundos después depositó a la
niña en la dorada arena de la playa, frente mismo al castillo que queda al este
del Sol y al oeste de la Luna.
Deshecha de fatiga, se
durmió Ingrid con profundo sueño, para despertar en el gran día.
Apuntaba el alba cuando,
al abrir los ojos, vio que el Viento Norte había desaparecido.
Una inmensa calma había
sucedido a la borrasca; aparecía un sol esplendoroso y miles de pájaros
revoloteaban sobre el mar.
La joven se sintió tan
alegre y reconfortada, que se puso a jugar con la manzana de oro.
Al instante se abrió una
ventana del castillo, por donde apareció la cabeza de una fea princesa de nariz
muy larga.
En cuanto vio la manzana
de oro, deseó poseerla, y le preguntó:
- Niña, ¿queréis
venderme esa manzana de oro?
- ¡No se vende, ni por
oro ni por plata! - contestó astutamente Ingrid.
- Pues - entonces, ¿cuál
es su precio? - insistió la Princesa.
- Señora mía, os daré mi
manzana al salir de este castillo si me permitís pasar la noche y ver al
Príncipe que mora en él.
Refunfuño la Princesa;
pero, como su deseo era vehemente, asintió:
- Aceptado. ¡Entrad!
La puerta se abrió de
par en par e Ingrid penetró en el maravilloso recinto.
En uno de los salones
encontró al Príncipe, profundamente dormido.
- Os dejo - dijo la
Princesa, sonriendo con malevolencia al notar el desconsuelo de la niña.
Una vez sola; trató
Ingrid de despertar al Príncipe de su largo y pesado sueño.
Bañada en lágrimas,
desconcertada, se puso a jugar la niña con la manzana de oro, recordando al
hada bondadosa que se la diera.
Entonces, como
respondiendo a una señal, tembló al castillo entero, crujieron sus maderas,
retumbó un trueno, el encanto quedó roto y el Príncipe abrió los ojos asombrado
y feliz.
- Querida niña - dijo a
Ingrid - , el camino de la ilusión sólo lo encuentran los que saben ser fieles
y valientes. Ahora, gracias a ti nada se opone a nuestra dicha.
Abandonaron el castillo,
donde el Príncipe había sufrido tanto y donde sólo pudo escapar en forma de
oso, y se fueron a vivir lejos, muy lejos, a un país verde y bello, donde
encontraron una casa de madera de todos colores, que era la de los padres de Ingrid.
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