viernes, 5 de agosto de 2016

AL ESTE DEL SOL Y AL OESTE DE LA LUNA - Parte 1


Moría la tarde de un día jueves, a fines del invierno.
El viento soplaba con furia y la lluvia repiqueteaba en los vidrios de las ventanas de la choza.
El pescador y su esposa, rodeados de sus hijos, se lamentaban de su pobreza al calor de los leños que ardían en el hogar. El reflejo de las llamas iluminaba a la menor de las niñas, prestándole un aspecto sobrenatural. Serían las siete y ya la tormenta se calmaba, cuando se oyeron tres fuertes golpes a la puerta.
Se levantó el padre, arrojó la red que componía y se dirigió a abrir. Apenas lo hizo, apareció en el vano un gran oso blanco, que dijo:
- Buenas tardes.
- Buenas tardes - respondió el pescador -. ¿Qué se os ofrece?
- Deseo por esposa a vuestra hija menor. Si consiente en seguirme, os haré tan ricos como pobre sois ahora.
El hombre, que era prudente y deseaba consultar a la niña antes de decidir nada a su respecto, contestó:
- Volved el próximo jueves y os daré mi respuesta.
Desapareció el oso, y en los días que siguieron el padre trató de convencer a la requerida de la conveniencia de aceptar la extraña propuesta.
El próximo jueves, a la misma hora, estando la familia reunida, se volvieron a oír los tres golpes.
La atención de todos se dirigió a Ingrid, la hermana menor, que, peinada y con sus ropitas en un atado, parecía esperar la llegada del animal.
Al abrirse la puerta apareció el oso.
Puso la pata en el umbral, y al fijar la mirada en Ingrid comprendió que se accedía a su pedido.
Hizo una señal; la niña montó resueltamente sobre el lomo de la bestia m y ésta emprendió la carrera con su adorable carga.
La nieve que caía borraba las huellas del animal, haciendo imposible conocer la ruta que seguía.
Anduvieron hasta caer la noche, pero el camino estaba siempre claro para ellos.
Por fin llegaron a una altísima montaña a cuyo pie se detuvo el oso. Depositó en el suelo a la niña y golpeo en cierto lugar de una manera ya convenida.
Inmediatamente se abrió un hueco en la roca, y por ella penetró el oso seguido de Ingrid.
Se encontraron en un magnífico palacio, en uno de cuyos salones vieron una mesa cubierta por blanco mantel y rebosante de exquisitos manjares.
Tras invitarla a servirse, el oso se dispuso a partir; pero antes le entregó una campanilla de plata, recomendándole que la agitara cada vez que necesitara algo. Dicho lo cual, desapareció.
La joven comió y bebió, y como luego sintiera ganas de dormir, agitó la campanilla.
Inmediatamente manos invisibles la transportaron a otro cuarto, donde la acostaron en una blanca y mullida cama.



Se apagó la luz, y ya los ojos de Ingrid se cerraban cuando oyó leves rumores, lo que no le impidió, debido al cansancio, quedarse dormida.
Pasaron varios días y varias noches.
La pobre niña estaba triste. No podía olvidar la casita de sus padres.
Y parece ser que el oso advirtió esto, pues una mañana radiante de sol se presentó y dijo:
- Si lo deseáis, os llevaré a visitar a vuestros padres.
Aceptó la niña, y muy alegre se disponía a trepar al lomo del animal, cuando éste le habló así:
- Querida Ingrid, es mi deseo que seáis feliz entre los vuestros, pero prometedme dominar la ambición de saber.
Vuestra felicidad y la mía dependen de ello.
La niña prometió ser prudente, y el oso partió a la carrera.
Pasaron la región de los bosques, después la de las nieves, hasta que por fin llegaron a un paraje delicioso, una loma cubierta de césped salpicado de flores, con árboles que daban sombra a una casa de madera de todos colores.
- Os dejo en la casa de vuestros padres - dijo el oso -.
Volveré a buscaros. No olvidéis vuestra promesa.
- No la olvidaré - aseguró Ingrid.
La alegría de la familia fue tan grande como la de la niña, que recorría embelesada los aposentos.
- Esta era tu cama, Ingrid - dijo la madre -. Y ésa la velita que encendías para desnudarte.
La miró la niña, e instantáneamente una idea se apoderó de ella: " ¿Si me la llevara ?... "
Su luz era pequeña. Quizá podría prenderla y, sin ser notada, observar su cuarto por la noche.
Y pensando así la tomó y escondió entre sus ropas.
Volvió el oso, y tras invitarla a despedirse, emprendieron el regreso.
Como la otra vez, no quedaban huellas en el camino por donde pasaban.
Mientras andaban, preguntó el oso:
- ¿Cumplisteis vuestra promesa?
- Sí, la he cumplido - respondió la joven dándose valor.
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Llegaron al castillo, y cuando fue de noche, la curiosidad dominó a la niña.
Quería saber a toda costa.
Como todas las noches, se oyeron unos rumores.
Cuando cesaron, Ingrid prendió la vela.
Se levantó, y con precaución inspeccionó el cuarto.
Vio un lecho bajo, tan cómodo como el suyo, y reclinado en él a un hermoso príncipe ricamente vestido, que con la espada al costado dormía plácidamente.
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La joven, sorprendida y emocionada, se acercó tanto que el joven se despertó, y con voz lastimera dijo:
- ¿Qué habéis hecho, niña imprudente?
¡Ahora, por vuestra impaciencia, seremos desgraciados los dos!
Sabed, pues, que una perversa princesa muy poderosa me ha encantado.
Por eso soy de día un oso y un hombre por las noches.
Había conseguido poder cuidaros hasta que se cumpliera mi destino y fuera dueño de casarme, pero ahora todo ha terminado entre nosotros. Debo abandonaros y reunirme con la fea princesa de nariz larga que vive en un castillo situado al este del Sol y al oeste de la Luna, castillo más inaccesible aún que éste.
Ingrid lloró y gimió, pero en vano.
El destino inexorable debía cumplirse.
Al otro día, cuando despertó, el Príncipe y su palacio habían desaparecido.
La luz del sol apenas llegaba a ella, y notó que se encontraba en medio de un bosque tupido y obscuro. El hatillo que trajera de casa de su padre se encontraba a su lado.
Creyéndose víctima de un mal sueño, la niña se frotó los ojos.
Luego, ante la triste realidad, lloró largo rato; pero el deseo de encontrar al Príncipe le dio fuerzas, y animosamente se puso en marcha.
Caminó días y días, cruzando sombríos parajes, hasta que en uno más feo y triste que los otros vieron a una extraña anciana que, sentada en una roca, jugaba con una manzana de oro que tenía en las manos.
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Se acercó a ella la niña, y después de saludarla le preguntó tímidamente si conocía el camino que conducía al castillo que ésta al este del Sol y al oeste de la Luna.
- No - respondió la vieja, que a todas luces era una hechicera -. ¡Nadie la sabe! Pronto, tarde o nunca encontraréis el camino de la ilusión. - Luego, conmovida, al parecer, por la inocencia de la niña, agregó - : Si queréis, os puedo prestar mi caballo, que os llevará a ver al Viento Este.
Quizá él os dé las señas que buscáis. Únicamente os pido que cuando lleguéis a destino, deis al caballo un golpecito bajo la oreja izquierda, con una varita de avellano; sólo encontrará el camino de vuelta. Además, como me gustáis, os regalo esta manzana de oro, que creo os servirá.
Comprendió Ingrid que la anciana era un hada. Así que tomando la manzana montó a caballo, y éste partió a la carrera. Anduvieron mucho tiempo, y por fin llegaron a una cueva sombría, morada del Viento Este.
Se acercó la niña, y suavemente preguntó al Viento Este si podía indicarle el camino que está al este del Sol y al oeste de la Luna.
- He oído hablar de ello - dijo el Viento - , pero nunca fui tan lejos. Si os colocáis entre mis alas os conduciré hasta la morada de mi hermano, el Viento Oeste; quizá él ayudaros.
Despidió Ingrid al caballo, y con el regalo de la hechicera se instaló en la extraña cabalgadura.
Os podéis imaginar la rapidez de la marcha.
Al llegar a la vivienda del Viento Oeste, el Viento Este se adelantó hacia su hermano y le explicó lo que la joven esperaba de él.
- Ignoro ese camino - contestó - , pero puede ser que nuestro hermano el Viento Sur, que ha llegado a lejanísimas comarcas, lo conozca.
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Partieron, y volando a increíble altura llegaron a presencia del Viento Sur, quien tampoco conocía el camino que lleva al castillo que está al este del Sol y al oeste de la Luna.
Siguieron, pues, volando hasta la guarida del Viento Norte.
Era éste el más poderoso de los cuatro vientos, y sobrecogió a la niña su terrible aspecto.
Tratando de suavizar el rugido de su voz, dijo a Ingrid:
- Sé dónde queda ese país, y si la idea de viajar conmigo no os desagrada demasiado, trataré de llevaros a tan remotos lugares.
Como la marcha será larga, es prudente pasar la noche en mi cueva; partiremos mañana temprano.
Era ésta otra prueba cruel para la niña, pero su amor le dio valor, y aceptó agradecida cuanto propuso el Viento Norte.
A la mañana siguiente, cuando al esfumarse la neblina dejó ver las copas de los árboles y el lejano contorno del mar, el Viento Norte despertó a la joven; luego, tomando aliento, se agitó y se infló tanto, que rápidamente adquirió un cuerpo monstruoso, cuya sombra cubría todo el país.
Por último, el terrible Boreal levantó a Ingrid en sus alas, y juntos partieron a vertiginosa velocidad.
A veces el Viento Norte daba un fortísimo envión, y con la soberana majestad del águila se perdía en el cenit; pero otras, como pato herido, se inclinaba hasta tocar las aguas.
Por fin, a fuerza de saltos sobre reinos y zancadas sobre el océano, presintieron que se acercaban al ansiado lugar.
El Viento Norte conoció, por algunas algas gigantes que boyaban sobre las aguas, que la tierra estaba próxima; hizo un último y poderoso esfuerzo, y segundos después depositó a la niña en la dorada arena de la playa, frente mismo al castillo que queda al este del Sol y al oeste de la Luna.
Deshecha de fatiga, se durmió Ingrid con profundo sueño, para despertar en el gran día.
Apuntaba el alba cuando, al abrir los ojos, vio que el Viento Norte había desaparecido.
Una inmensa calma había sucedido a la borrasca; aparecía un sol esplendoroso y miles de pájaros revoloteaban sobre el mar.
La joven se sintió tan alegre y reconfortada, que se puso a jugar con la manzana de oro.
Al instante se abrió una ventana del castillo, por donde apareció la cabeza de una fea princesa de nariz muy larga.
En cuanto vio la manzana de oro, deseó poseerla, y le preguntó:
- Niña, ¿queréis venderme esa manzana de oro?
- ¡No se vende, ni por oro ni por plata! - contestó astutamente Ingrid.
- Pues - entonces, ¿cuál es su precio? - insistió la Princesa.
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- Señora mía, os daré mi manzana al salir de este castillo si me permitís pasar la noche y ver al Príncipe que mora en él.
Refunfuño la Princesa; pero, como su deseo era vehemente, asintió:
- Aceptado. ¡Entrad!
La puerta se abrió de par en par e Ingrid penetró en el maravilloso recinto.
En uno de los salones encontró al Príncipe, profundamente dormido.
- Os dejo - dijo la Princesa, sonriendo con malevolencia al notar el desconsuelo de la niña.
Una vez sola; trató Ingrid de despertar al Príncipe de su largo y pesado sueño.
Bañada en lágrimas, desconcertada, se puso a jugar la niña con la manzana de oro, recordando al hada bondadosa que se la diera.
Entonces, como respondiendo a una señal, tembló al castillo entero, crujieron sus maderas, retumbó un trueno, el encanto quedó roto y el Príncipe abrió los ojos asombrado y feliz.
- Querida niña - dijo a Ingrid - , el camino de la ilusión sólo lo encuentran los que saben ser fieles y valientes. Ahora, gracias a ti nada se opone a nuestra dicha.
Abandonaron el castillo, donde el Príncipe había sufrido tanto y donde sólo pudo escapar en forma de oso, y se fueron a vivir lejos, muy lejos, a un país verde y bello, donde encontraron una casa de madera de todos colores, que era la de los padres de Ingrid.
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