Partieron, y volando a
increíble altura llegaron a presencia del Viento Sur, quien tampoco conocía el
camino que lleva al castillo que está al este del Sol y al oeste de la Luna.
Siguieron, pues, volando
hasta la guarida del Viento Norte.
Era éste el más poderoso
de los cuatro vientos, y sobrecogió a la niña su terrible aspecto.
Tratando de suavizar el
rugido de su voz, dijo a Ingrid:
- Sé dónde queda ese
país, y si la idea de viajar conmigo no os desagrada demasiado, trataré de
llevaros a tan remotos lugares.
Como la marcha será
larga, es prudente pasar la noche en mi cueva; partiremos mañana temprano.
Era ésta otra prueba
cruel para la niña, pero su amor le dio valor, y aceptó agradecida cuanto
propuso el Viento Norte.
A la mañana siguiente,
cuando al esfumarse la neblina dejó ver las copas de los árboles y el lejano
contorno del mar, el Viento Norte despertó a la joven; luego, tomando aliento,
se agitó y se infló tanto, que rápidamente adquirió un cuerpo monstruoso, cuya
sombra cubría todo el país.
Por último, el terrible
Boreal levantó a Ingrid en sus alas, y juntos partieron a vertiginosa
velocidad.
A veces el Viento Norte
daba un fortísimo envión, y con la soberana majestad del águila se perdía en el
cenit; pero otras, como pato herido, se inclinaba hasta tocar las aguas.
Por fin, a fuerza de
saltos sobre reinos y zancadas sobre el océano, presintieron que se acercaban
al ansiado lugar.
El Viento Norte conoció,
por algunas algas gigantes que boyaban sobre las aguas, que la tierra estaba
próxima; hizo un último y poderoso esfuerzo, y segundos después depositó a la
niña en la dorada arena de la playa, frente mismo al castillo que queda al este
del Sol y al oeste de la Luna.
Deshecha de fatiga, se
durmió Ingrid con profundo sueño, para despertar en el gran día.
Apuntaba el alba cuando,
al abrir los ojos, vio que el Viento Norte había desaparecido.
Una inmensa calma había
sucedido a la borrasca; aparecía un sol esplendoroso y miles de pájaros
revoloteaban sobre el mar.
La joven se sintió tan
alegre y reconfortada, que se puso a jugar con la manzana de oro.
Al instante se abrió una
ventana del castillo, por donde apareció la cabeza de una fea princesa de nariz
muy larga.
En cuanto vio la manzana
de oro, deseó poseerla, y le preguntó:
- Niña, ¿queréis
venderme esa manzana de oro?
- ¡No se vende, ni por
oro ni por plata! - contestó astutamente Ingrid.
- Pues - entonces, ¿cuál
es su precio? - insistió la Princesa.
- Señora mía, os daré mi
manzana al salir de este castillo si me permitís pasar la noche y ver al
Príncipe que mora en él.
Refunfuño la Princesa;
pero, como su deseo era vehemente, asintió:
- Aceptado. ¡Entrad!
La puerta se abrió de
par en par e Ingrid penetró en el maravilloso recinto.
En uno de los salones
encontró al Príncipe, profundamente dormido.
- Os dejo - dijo la
Princesa, sonriendo con malevolencia al notar el desconsuelo de la niña.
Una vez sola; trató
Ingrid de despertar al Príncipe de su largo y pesado sueño.
Bañada en lágrimas,
desconcertada, se puso a jugar la niña con la manzana de oro, recordando al
hada bondadosa que se la diera.
Entonces, como
respondiendo a una señal, tembló al castillo entero, crujieron sus maderas,
retumbó un trueno, el encanto quedó roto y el Príncipe abrió los ojos asombrado
y feliz.
- Querida niña - dijo a
Ingrid - , el camino de la ilusión sólo lo encuentran los que saben ser fieles
y valientes. Ahora, gracias a ti nada se opone a nuestra dicha.
Abandonaron el castillo,
donde el Príncipe había sufrido tanto y donde sólo pudo escapar en forma de
oso, y se fueron a vivir lejos, muy lejos, a un país verde y bello, donde
encontraron una casa de madera de todos colores, que era la de los padres de Ingrid.
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