Sabiduría del final
Las distancias y los parecidos los empujarán hacia una
absorbente y agitada aventura amorosa de visitas relámpago, de viajes breves y
larguísimas conversaciones. Si nos atenemos a las cartas, no se mantuvieron
juntos en la cima más de tres meses. Parece que el teléfono tuvo un papel
destacado; ese gadget evitado a toda costa por Freud y sus coetáneos había
cambiado los modos de acercamiento de las siguientes generaciones; aunque
Victoria era once años mayor que Jacques, ambos pertenecían al mismo mundo de
Infancia en Berlín hacia 1900 de Walter Benjamin (“El ruido con el que el
teléfono atacaba entre las dos y las cuatro, cuando un compañero de colegio
deseaba hablar conmigo, era una señal de alarma que no sólo perturbaba la
siesta de mis padres, sino la época de la Historia en medio de la cual quedaron
dormidos”).
Victoria le confía a Angélica que el primer largo encuentro
nocturno fue concertado por insistencia de Jacques, pegado al aparato
telefónico de la guardia del hospital. Nueve días después, la iniciativa es de
ella: lo llama porque necesita consultarlo por una carraspera. El va, como si
fuera una emergencia, juegan al doctor y alardean de que todo el mundo está
murmurando acerca de ellos: “Anoche vino a verme y nos reímos bastante de
comunicarnos nuestras impresiones respecto a la curiosidad con que Isabel Danto
y Jaime nos observan. Están ansiosos, dice Jacques, de ver quién será el
devorado y, en ese momento, ya no comprenden más nada”, le escribe a su
hermana.
Hacia febrero, los altercados comienzan a prevalecer sobre
las risas, poniendo en vilo las escapadas de fin de semana. ¿Qué los hace
enfrentarse? El mal carácter de él, dice ella. Y Jacques acabará admitiéndolo
ante Roger Caillois.
En la Villa Ocampo, de San Isidro, se encuentran dos
ejemplares de seminarios de Lacan, ambos firmados el 21 de marzo de 1975 en
París. Uno es Encore y dice la dedicatoria: “Qué raro que nos reencontremos
hoy, Victoria”; el otro es de Les écrits techniques de Freud y dice: “Victoria,
amor mío, te dedico esto...”. Sé, de buena fuente, que luego de leerlas se
dieron un abrazo tan sentido que se escuchó la rotura de un cristal;
seguramente de los anteojos para la presbicia de él, que andaba por los setenta
y cuatro, o de ella, que estaba por cumplir ochenta y cinco. ¡Algo se rompió!, exclamo
Jacques.
No fue mi yo, replicó Victoria. Esta sabiduría del final, de
reconocerse tan queridos como payasescos, faltó en el último encuentro de 1930.
Por Jorge Baños Orellana *
* Texto extractado de La novela de Lacan. De neuropsiquiatra
a psicoanalista, de próxima aparición (Ed. El Cuenco de Plata).
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