Un viejo matrimonio era
tan pobre que con gran frecuencia no tenía ni un mendrugo de pan que llevarse a
la boca.
Un día se fueron al bosque a recoger bellotas y
traerlas a casa para tener con que satisfacer su hambre.
Mientras comían, a la anciana se le cayó una
bellota a la cueva de la cabaña; la bellota germinó y poco tiempo después
asomaba una ramita por entre las tablas del suelo. La mujer lo notó y dijo a su
marido:
— Oye, es menester que quites una tabla del piso
para que la encina pueda seguir creciendo y, cuando sea grande, tengamos
bellotas en casa sin necesidad de ir a buscarlas al bosque.
El anciano hizo un agujero en las tablas del
suelo y el árbol siguió creciendo rápidamente hasta que llegó al techo.
Entonces el viejo quitó el tejado y la encina siguió creciendo, creciendo,
hasta que llegó al mismísimo cielo.
Habiéndose acabado las bellotas que habían
traído del bosque, el anciano cogió un saco y empezó a subir por la encina;
tanto subió, que al fin se encontró en el cielo. Llevaba ya un rato paseándose
por allí cuando percibió un gallito de cresta de oro, al lado del cual se
hallaban unas pequeñas muelas de molino.
Sin pararse a pensar más, el anciano cogió el
gallo y las muelas y bajó por la encina a su cabaña. Una vez allí, dijo a su
mujer:
— ¡Oye, mi vieja! ¿Qué podríamos comer?
— Espera — le contestó ésta—; voy a ver cómo
trabajan estas muelas.
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