Érase un acreditado
comerciante que vivía con su mujer y poseía grandes riquezas. Sin embargo, el
matrimonio no era feliz porque no tenía hijos, cosa que deseaban ambos
ardientemente, y para ello pedían a Dios todos los días que les concediese la
gracia de tener un niño que les hiciese muy dichosos, los sostuviera en la
vejez y heredase sus bienes y rezase por sus almas después de muertos.
Para agradar a Dios ayudaban a los pobres y
desvalidos dándoles limosnas, comida y albergue; además de esto, idearon
construir un gran puente a través de una laguna pantanosa próxima al pueblo,
para que todas las gentes pudiesen servirse de él y evitarles tener que dar un
gran rodeo. El puente costaba mucho dinero; pero a pesar de ello el comerciante
llevó a cabo su proyecto y lo concluyó, en su afán de hacer bien a sus
semejantes.
Una vez el puente terminado, dijo a su mayordomo
Fedor:
— Ve a sentarte debajo del puente, y escucha
bien lo que la gente dice de mí.
Fedor se fue, se sentó debajo del puente y se
puso a escuchar.
Pasaban por el puente tres virtuosos ancianos
hablando entre sí, y decían:
— ¿Con qué recompensaríamos al hombre que ha
mandado construir este puente? Le daremos un hijo que tenga la virtud de que
todo lo que diga se cumpla y todo lo que le pida a Dios le sea concedido.
El mayordomo, después de haber oído estas
palabras, volvió a casa.
— ¿Qué dice la gente, Fedor? — Le preguntó el
comerciante.
— Dicen cosas muy diversas: según unos, haz
hecho una obra de caridad construyendo el puente, y según otros, lo has hecho
sólo por vanagloria.
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