El único artista argentino que figura en todas las
enciclopedias internacionales de jazz nació en el impenetrable chaqueño y tuvo
una vida digna de una novela rusa. Histriónico y con un swing inimitable,
fue un ídolo de multitudes en una época gloriosa de la música local. Músico
autodidacta, dominó casi todos los estilos de su época: tango, folklore,
bolero, y hasta chorinho brasilero. Admirado por los más grandes de su época
como Duke Elligton, Horacio Salgán y Django Reinghardt, su vida atribulada
supera cualquier tipo de ficción.
Oscar nació en 1909 en el Chaco profundo, en la localidad
Machagai, tierra de campos de algodón y bosques de quebracho. Fue el cuarto de
los siete hijos de la familia Alemán Moreira. Su padre, Jorge, era hijo de
españoles. Su madre Marcela era del pueblo Qom, y de ella heredó su tez negra.
Jorge y Marcela mantenían a sus hijos recolectando algodón y hachando en el
monte. Ambos despuntaban el vicio de la música. Ella sentada al piano y él
recitando payadas.
En busca de un ingreso extra, su padre decidió formar con su
prole un conjunto folklórico. Lo llamaron el Sexteto Moreira. Como una suerte
de Jackson Five autóctonos, el primogénito Rodolfo acompañaba a su padre en la
guitarra. Carlos y Jorgelina cantaban, y Juana y Oscarcito bailaban. Los niños
eran dúctiles y divertían al público, de manera que el clan se vino a Buenos
Aires en busca de un futuro promisorio.
A su llegada a la capital, Los Moreira tuvieron algunas
presentaciones auspiciosas. Pero cuando la espuma bajó, el hambre volvió a
apretar. Al poco tiempo Rodolfo murió de tuberculosis. Cercado, su padre
conoció a un fulano apellidado Figueroa que le aseguró que en Brasil serían un
éxito. Armó las valijas y partió con cuatro de sus hijos y la promesa de que,
si las cosas iban bien, más tarde viajaría el resto de la familia.
Pero el plan no pudo salir peor. Lo poco que recaudaron en
la gira se los robó el fulano Figueroa. La madre de Oscar murió en Buenos
Aires, y los hijos que habían quedado a su cargo fueron entregados por el dueño
del conventillo a un orfelinato. Al enterarse, su padre se tiró del puente de
un tranvía. Los hermanos que lo acompañaban se dispersaron por todo el Brasil.
Oscar, con doce años, quedó viviendo como un niño de la calle en el puerto de
Santos.
Oscar se dedicó a sobrevivir: juntaba chapitas, abría la
puerta de los taxis y bailaba malambo por monedas. Menudito, pero dotado con
una destreza física extraordinaria, aprendió a boxear en peleas callejeras por
la propina de los apostadores. Puchito a puchito, juntó para comprarse su
objeto preciado, un cavaquinho. Aprendió a tocarlo a ojo, imitando las posturas
de los dedos de los músicos callejeros, hasta arrancarle sonidos. Con un solo
tema a cuestas, comenzó a recorrer las mesa de los bares y a pasar la gorra.
Cuatro décadas más tarde, ya consagrado, grabará esa pieza, que tituló
“O.A.1926”.
En una de esas mesas en las que repetía la melodía, conoció
a quién le cambiaría la vida: el guitarrista Gastón Bueno Lobo. Era 1924 y
Oscar tenía quince años. Bueno Lobo lo adoptó como aprendiz y ofició en los
hechos como padre sustituto. Con él aprendió el dominio de la guitarra, y entre
otras yerbas a leer y sumar. Juntos formaron el dúo “Les Loupes”. Se
presentaban como “guitarristas hawaianos” y disfrutaron de un éxito relativo
que los llevó a recorrer Brasil y recalar, para 1926, en Buenos Aires donde se
establecieron durante dos años.
Serán los años más tangueros del chaqueño, cuando se inicia
su larga amistad con Discepolín. En ese entonces compone el tango “Guitarra que
llora”. Lleva la letra del enorme Enrique Cadícamo, y la voz de Don Agustín
Magaldi, el hombre que enamoraría a una precoz Eva Duarte.
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