jueves, 21 de febrero de 2019

Oscar Aleman - Parte 3


Volvió a Buenos Aires un 24 de diciembre de 1940, con 84 pesos en el bolsillo, dos guitarras Selmer y su querido cavaquinho. En su país seguía siendo un completo desconocido. Formó entonces su primer quinteto, en sociedad con el notable violinista chileno Hernán Oliva. Juntos, se harían rápido un lugar en la muy competitiva escena porteña de los ‘40, monopolizada por las grandes orquestas de tango como las de Troilo, Pugliese o Maffia. La sociedad con Oliva fue efectiva, pero efímera. Se quebraría luego que el violinista se trenzara, arriba del escenario, a los golpes con el magnate griego Aristóteles Onassis, para quien estaban tocando en el casino de Punta del Este en su fiesta de cumpleaños.


 

Alemán se convirtió en una de las primeras figuras de la legendaria noche porteña de los años cuarenta. Una noche que no terminaba nunca y se recorría por Corrientes, Lavalle y Florida.
La farra comenzaba a la tarde con sus shows radiales en Radio El Mundo, continuaba a la noche en la confitería Richmond, y la boite Gong de medianoche a las cuatro. Después, una zapada etílica hasta cualquier hora en el cabaret El Marabú, que quedaba justo arriba de su casa, en Maipú 326. Durante los fines de semana, la maratón de recitales de los bailes populares, en clubes como Lanús, San Lorenzo o Chacarita, donde podían reunirse en cada evento más de diez mil personas. En esas ocasiones Alemán relucía todos sus yeites de showman, aprendidos de sus días de París, como el célebre solo guitarra de espaldas. En esos años editó sucesos como su versión de “Besame Mucho”, que vendió un millón de copias.

A partir de mitad de los cincuenta la buena estrella del genio de las cuerdas comenzó a eclipsarse. La televisión, y sobre todo el naciente rock and roll -del cual Alemán abjuró- lo abandonaron a la indiferencia general. Otra vez en la lona, sin contrataciones a la vista, se entregó a la bebida. Pasó una década en el olvido. Años duros, en los que según su palabras “pasó varias navidades a mate y pan”.
Como un ave fénix, su figura renació. Y lo hizo de nuevo como en cada uno de esos giros extraños que daba su vida, de manera insólita.
Era el año 1968 y Duke Ellington visitaba Buenos Aires. Con media ciudad pendiente de su visita, se presentó en el Gran Rex durante una semana, con tres funciones por día. Al llegar a Ezeiza, Ellington increpó malhumorado a la comitiva preguntando dónde estaba su great friend Óscar. Nadie sabía de qué hablaba el ídolo hasta que su saxofonista Paul Gonsalves explicó que el Duque había pedido que la primera persona en ver al llegar fuera su admirado Óscar Alemán. Los productores salieron corriendo a buscarlo, sin saber qué era de su vida. Lo encontraron en bata en su departamento de la calle Maipú, dando clases particulares de guitarra a niños. Durante la recepción de la embajada a Ellington, Alemán tocó con su cavaquinho unos temas en su honor. Los invitados, pendientes del astro estadounidense no detuvieron la tertulia. Hasta que Ellington, indignado, los cayó a todos a los gritos, exclamando ante Aleman !This cat really has roots!

Todas las miradas se posaron nuevamente en el joya perdida del jazz argentino. Los diarios y revistas corrieron a entrevistarlo. Y él los esperó con su historia abierta de par en par. Durante algunos años volvió a los escenarios y hasta editar discos. Transformado en un artista de culto tocó hasta que el hígado le aguantó: murió en el Sanatorio Anchorena de cirrosis, en 1980.
Alemán fue al jazz argentino, lo que Gardel al tango. Un artista auténticamente popular y masivo, reconocido por los popes mundiales de su época. Un fuera de serie sobre las cuerdas, que hizo una música cosmopolita, pionera en la fusión de géneros sudamericanos con el jazz. Un sonido que no fue el resultado de una búsqueda consciente, sino del extraordinario periplo de su vida.

Por Tomás Pont Verges – @pontomaspont


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