martes, 5 de noviembre de 2019

Paco de Lucía: aquella conversación con su primogénita, Casilda - Parte 1



Como uno de los países propulsores del flamenco España ha tenido el placer de ver nacer, crecer y triunfar a algunos de los mejores cantaores, guitarristas o bailarines flamencos del mundo. Entre ellos, Paco de Lucía, un guitarrista inimitable, un compositor pionero en la mezcla de estilos pero, sobre todo, un andaluz hipersensible que, con sus mágicos dedos, hizo llorar a los corazones más duros. Con esta entrevista, Casilda Sánchez Varela, su hija mayor, desvelaba los recuerdos, los miedos y los sueños del fallecido astro de la guitarra.

Cuando salgo con él a cenar, los de la mesa de al lado le llaman "maestro". Me siento en un bar de Atenas, y de pronto suena su música. Pongo el telediario y ahí está, recibiendo un Príncipe de Asturias o haciendo historia como elprimer español investido Honoris Causa por la Universidad de Berklee, la escuela de música más importante del mundo. A veces resulta difícil reconocer al papá de las chanclas de cuero, al que revivió a mi hámster haciéndole el boca a boca con un boli Bic o me desmiga el pescado para que no me trague una espina..."; con estas bonitas palabras, Casilda Sánchez Varela comenzaba su entrevista más personal en TELVA. Se sentaba frente a su padre, Paco de Lucía, el genio de la guitarra española. Ella misma contaba: "Aprovecho este encuentro en su refugio mallorquín para quitarle el traje de genio y sacar brillo a mis recuerdos.
"¿Has visto que bien han agarrao?", me dice señalando los dos algarrobos que trasplantó el año pasado y entre cuyos troncos la ciudad de Palma se cuelga como una hamaca tejida de luz. Más acá limoneros, adoquines moriscos, palmeras de quince metros y una balaustrada de piedra roja. Aún no es mediodía, en la cocina hierve un pollo con café y mientras el fotógrafo termina de convertir la terraza en un bodegón siciliano, papá unta sobrasada para todos y nos ofrece pan con aceite, su desayuno de siempre: "Probadlo, es un aceite buenísimo, lo hacen con los olivos de la casa de Campos -su primera dirección en Mallorca- ¿Nos os queréis llevar una garrafa pá casa?". Está moreno -de Berklee se fue a las Antillas francesas escapando de la nube tóxica-, relajado y con sus angustias bajo control: "El nombramiento me ha hecho una ilusión especial, que te reconozcan los gringos no es nada fácil...".
¿Cómo lo celebraste?, le pregunto: "Me fui a cenar a casa del vicepresidente de Berklee, un hombre de setenta años con una energía y una inteligencia increíbles. Estuvimos bebiendo vodka y hablando de música horas y horas. Le preocupaba la posibilidad de que las herramientas que ellos enseñan puedan terminar por matar al músico, por asfixiar su identidad. Es algo que yo siempre me había planteado pero me impresionó que él, que viene del lado opuesto de la música, tuviese esas mismas dudas".
El primer viaje de tu vida fue a Estados Unidos. Tenías sólo 12 años, y eras el tercer guitarrista de la compañía a de José Greco. ¿Qué imágenes conservas de aquello?
Como iba yo solo, me asustaba mucho el trasbordo que tenía que hacer en Nueva York para enlazar con Chicago, pero en el avión me hice amigo de un matrimonio americano y me pasé todo el viaje tocándoles la guitarra. Como les gustó mucho, después me acompañaron a la puerta de embarque. En el aeropuerto me estaban esperando mi hermano Pepe y el mánager del Greco, Mr. Nonenbacher, un viejo borrachín con pinta de mafioso que no paraba de limpiarse el sudor de la cara incluso en la calle, con tres metros de nieve. Lo mejor del viaje fue que esa tarde, en el hotel, me encontré en la guía de teléfono 50 dólares, ¡la mitad de mi sueldo semanal!

Siempre me has dicho que allí te curaste de tu sentido del ridículo.
América es un país sin complejos. Yo venía de una Andalucía en la que todo el mundo se metía con todo el mundo, con unas vecinas, Las boqueronas, que cuando pasaba por delante decían, "mira qué gordito el hijo de la portuguesa". De pronto llegué allí, donde los gordos paseaban alegremente por la calle con sus muslos blancos al aire sin que nadie se riera y aquello me liberó. Fue como haber pasado una temporada en la López Ibor.

Pero también tuviste algún que otro tropezón con sus costumbres, como el día que te pitó todo el público...
Eso fue en Los Ángeles, en la segunda gira. Teníamos que actuar en un teatro al aire libre para 7 u 8 mil personas, muchos de ellos actores. De pronto, el Greco me dijo que quería que yo, que ya era segundo guitarrista, tocara un solo. Salí temblando y cuando terminé, todo el público se puso de pie a pitarme. En España eso significaba fuera, fuera, así que me quedé muy tieso y en cuanto pude salí corriendo del escenario, pero el Greco me dio un empujón y dijo, "vuelve hombre, que eso aquí quiere decir que les ha gustado mucho".

¿Que echabas de menos de tu casa en aquellas primeras giras?
Las natillas de mi madre: eran lo que más me gustaba del mundo. Pero sobre todo, la echaba de menos a ella; todavía hoy lo hago.


A principios de los 50, Algeciras era el núcleo de todos los flamencos de Andalucía. El contrabando con Gibraltar dejaba mucho dinero y había más fiestas que en ningún otro lugar de la región. Mi abuelo Antonio, que se buscaba la vida tocando de noche, volvía a casa al amanecer con algunos de aquellos guitarristas y cantaores, y terminaban la fiesta en el patio. El pequeño Paco, que lo observaba todo desde ese suelo tan limpio que es la niñez, talló su memoria con aquellos compases: "Antes de poner los dedos sobre la guitarra, ya conocía todos los ritmos del flamenco". Y él, que no es capaz de acordarse del nombre de un ex presidente de Uruguay cuando le va a dar las gracias en el escenario, recuerda con claridad el olor de la dama de noche de aquel patio y la voz de un cantaor que escuchaba desde la cama y le ponía la piel de gallina.
¿Te acuerdas de la primera vez que tocaste la guitarra?
Tendría 7 años. El abuelo estaba intentando enseñarle una falseta a tito Antonio, que era muy quejica, y no había manera. Mi hermano se rascaba la cabeza desesperado y le decía, "¡es que me duelen los dedos!". Entonces yo, que llevaba allí un rato mirando y que no había tocao nunca, dije: "Pero si es muy fácil". Mi padre me pasó la guitarra y lo toqué. A partir de entonces empezó a enseñarme a mí.

En aquella época, ¿a qué era lo máximo que se podía aspirar como guitarrista?
A ir en un espectáculo de variedades de esos en los que había bailarinas, malabaristas, un cómico... La mejor alternativa era acompañar a un cantaor y que me dejaran hacer algún solo de guitarra.

Hace unos años estuvimos juntos en un pueblo de pescadores de Belice, queríamos ir a una isla que se llama Chinchorro a bucear. Nos llevó un chico en barca y en su camiseta se leía: Paco de Lucía & Sextet –su antiguo grupo. Nos contó que era su ídolo, que tenía un cassette grabado y lo escuchaba sin parar. Nunca supo que lo tenía delante. Lo que quiero decir es que sólo cuando convives con él te das cuenta de lo larga que es su sombra, de hasta qué punto le ha ganado la partida a sus sueños de juventud. Y aún así, sigue encerrándose en su estudio 10 horas al día con su guitarra y sus fantasmas, ¿por qué?: "De vez en cuando, hay un momento en el escenario en el que todo sale solo, sin esfuerzo, con naturalidad, con un control que parece que viene del cielo, si es que existe. No hay nada en el mundo comparable a ese momento".
La tarde avanza silenciosa. El chasquido de su mechero y el runrún de mi grabadora marcan el compás de la escena. Mientras le escucho hablar, juego a detectar pistas de que sea distinto al resto, que esté hecho de otro material.
¿Crees en los genios?
Sólo en el de la lámpara... (risas). Creo más en la genialidad, y ésa la tiene mucha gente. Se puede ser genial contando una anécdota: por el ritmo, por el tono, porque tengas un ingenio fuera de lo normal...

Entonces, ¿cómo te definirías?
Como un trabajador que tiene unas condiciones naturales como instrumentista y está muy limitado como músico.

¿Dónde están esos límites?
En la armonía, que es como la caja de herramientas de un compositor. Yo hubiera sido mucho más grande como músico si hubiera tenido esas herramientas; aunque por otro lado, tengo la duda de si usarlas me hubiera quitado originalidad. Quieras que no, yo he tenido que inventarme mis propios patrones; eso me ha costado muchísimo esfuerzo pero el resultado es que sueno a mí, no sueno a nadie más.

Ahora ya hay guitarristas con tu misma capacidad técnica, incluso con más conocimientos de armonía; sin embargo no consiguen llenar un teatro, ¿qué les falla?
La guitarra siempre ha sido un instrumento para minorías; para llegar al gran público hay que ofrecer algo más que tocar bien porque si no, sólo los muy aficionados aguantan un concierto de guitarra. Parte de mi éxito se debe precisamente a que cada vez que me subo a un escenario pienso, ¿qué hago para que no se aburran? Mi velocidad y mi técnica son anímicas, nacen de la inseguridad, del miedo a que la gente se duerma, a que se levanten y se vayan. Eso me da una energía que es lo que me ha hecho ser quién soy.



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