No te diré nunca cómo fui hundiéndome, día tras día, entre los hombres
perdidos, ladrones y asesinos y mujeres que tienen la piel del rostro más
áspera que cal agrietada. A veces, cuando reconsidero la latitud a que he
llegado, siento que en mi cerebro se mueven grandes lienzos de sombra, camino
como un sonámbulo y el proceso de mi descomposición me parece engastado en la
arquitectura de un sueño que nunca ocurrió.
Sin embargo, hace mucho tiempo que
estoy perdido. Me faltan fuerzas para escaparme a ese engranaje perezoso, que
en la sucesión de las noches me sumerge más y más en la profundidad de un
departamento prostibulario, donde otros espantosos aburridos como yo soportan
entre los dedos una pantalla de naipes y mueven con desgano fichas negras o
verdes, mientras que el tiempo cae con gotear de agua en el sucio pozal de
nuestras almas.
Jamás le he hablado a ninguno de mis
compañeros de ti, ¿y para qué?
La única informada de tu existencia es
Tacuara. Apretando en el bolsillo un rollo de dinero, entra a la pieza después
de las cuatro de la madrugada. El pelo de Tacuara es lacio y renegrido; los
ojos oblicuos y pampas; la cara redonda y como espolvoreada de carbón, y la
nariz chata. Tacuara tiene una debilidad: es la lectura de la «Vida Social», y
una virtud: la de gustarle a los descargadores de naranjas y hombres de la
ribera de San Femando.
Ceba mate mientras yo, espatarrado en
la cama, pienso en ti, a quien he perdido para siempre.
Lo dificultoso es explicarte cómo fui
hundiéndome día tras día.
A medida que pasan los años, cae sobre
mi vida una pesada losa de inercia y acostumbramiento. La actitud más ruin y la
situación más repugnante me parecen naturales y aceptables. Me falta extrañeza
para recordar los muros de los calabozos donde he dormido tantas veces.
Pero a pesar de haberme mezclado con
los de abajo, jamás hombre alguno ha vivido más aislado entre estas fieras que
yo. Aún no he podido fundirme con ellos, lo cual no me impide sonreír cuando
alguna de estas bestias estropea a golpes a una de las desdichadas que lo
mantiene o comete una salvajada inútil, por el solo gusto de jactarse de
haberla realizado.
Muchas veces acude tu nombre a mis
labios. Recuerdo la tarde cuando estuvimos juntos, en la iglesia de Nueva
Pompeya. También me acuerdo del podenco del sacristán. Empinado el hocico y el
paso tardo, cruzaba el mosaico del templo por entre la fila de bancos..., pero
han pasado tantos cientos de días, que ahora me parece vivir en una ciudad
profundísima, infinitamente abajo, sobre el nivel del mar. Una neblina de
carbón flota permanente en este socavón de la infrahumanidad; de tanto en tanto
chasquea el estampido de una pistola automática, y luego todos volvemos a
nuestra postura primera, como si no hubiera ocurrido nada.
Incluso he cambiado de nombre, de
manera que aunque a todos los que pasan les preguntaras por mí, nadie sabría
contestarte.
Sin embargo, vivimos aquí en la misma
ciudad, bajo idénticas estrellas.
Con la diferencia, claro está, que yo
exploto a una prostituta, tengo prontuario y moriré con las espaldas
desfondadas a balazos, mientras tú te casarás algún día con un empleado de
banco o un subteniente de la reserva.
Y si me resta tu recuerdo es por
representar posibilidades de vida que yo nunca podré vivir. Es terrible, pero
rubricado en ciertos declives de la existencia, no se escoge. Se acepta.
Estalló tu recuerdo, una noche que
tiritaba de fiebre arrojado al rincón de un calabozo. No estaba herido, pero me
habían golpeado mucho con un pedazo de goma y la temperatura de la fiebre movía
ante mis ojos paisajes de perdición.
Grisáceo como el trozo de un film,
pasaba el recuerdo del primer viaje que efectué a un prostíbulo de provincia,
con Tacuara. Era la una de la tarde y un coche desvencijado nos llevaba por un
callejón sombrío, acolchado de polvo. El sol centelleaba en el muro rojo del
prostíbulo, y frente a la puerta de chapa de hierro engastada en la muralla de
ladrillo había un pantano de orines y un poste para atar los caballos. El
viento hacía chirriar en su soporte un farol de petróleo.
Nunca olvidaré. El macró judío me
adelantó cincuenta latas sobre el trabajo de la mujer en la semana, y entonces
marché a entrevistarme con el jefe político y el comisario... Estas iniquidades
pasaban por mi memoria mientras estaba tendido en el piso de portland del
calabozo. A momentos creía que iba a morir. Entreabría los párpados y
distinguía murallas rodeadas de otros cercos de murallas, subsuelos socavados
bajo el piso de cemento por otros subsuelos, y durante un minuto mi vida
transcurrió el espacio de un siglo en el fondo de los calabozos. Otros hombres,
como yo, tenían los pulmones machucados a golpes de goma. Una cuña de gran
sufrimiento me partió el cerebro, y más allá de la ferocidad de todos nosotros,
oprimidos u opresores, más allá de la dureza de las grises piedras cuadradas,
distinguí tu semblante pálido y la almendrada aceituna de tus ojos.
Fue un martillazo en la sensibilidad.
Nunca pude despierto imaginarme tu rostro con la nitidez que en la vorágine del
delirio destacaba su relieve, luego la obsesión del castigo me volcó en la
crueldad del interrogatorio. Me indagaban a golpes por el asesinato de una
mujer con la cual nada tenía que ver.
Después salí. Más tarde me detuvieron
otra vez.
En la sombra me acompañaba tu recuerdo.
¡Tacuara! ¿A dónde no habré ido con
Tacuara?
Por ella conocí el asqueroso
aburrimiento complicado con olores de polvo de arroz de los lenocinios de
provincias, la regenta en chancletas cuidando un brasero que enceniza el piso
de la sala, el mate que rueda lentamente entre las manos de diez rameras
pitañosas, el viento que sacude la madera de los postigos porque los vidrios
están rotos y se han sustituido los cristales con alambre de fiambrera,
mientras llega desde afuera el ruido informe de un carro de ruedas gigantescas,
cargado con una pirámide de bolsas de maíz, y el látigo chasquea junto a las
orejas de los ocho caballos envueltos en grandes nubes de tierra amarilla.
Por Tacuara conocí los prostíbulos más
espantosos de provincias. Aquellos en que la pieza no tiene cama, sino un
jergón de chala tirado en el suelo de ladrillos, y mujeres con labios
perforados de chancros sifilíticos. He comido sopa de locro y he bailado tangos
más siniestros que agonías en las salas tan inmensas como cuadras de un
cuartel. Había allí bancos de madera sin cepillar y en los rincones negras
sosteniendo con un brazo a un recién nacido a quien amamantaban con un pecho,
mientras que para no perder tiempo con la mano libre le desprendían los
pantalones a un ebrio rijoso.
-¡A dónde no habré ido con Tacuara!
En su compañía he recorrido todo el sur
de la provincia, Bahía Blanca, Marcos Juárez y Azul. Después estuvimos en
Rosario de Santa Fe, Córdoba, Río Cuarto, Villa María y Bell Ville.
Con el auxilio de los políticos, a
veces fui timbero y otras despaché chinchulines y parrilla criolla en bodegones
montados a la orilla de establecimientos donde trabajaba con todos los hombres
mi único amor.
Estuve en Paraná, Corrientes, Misiones.
Pasé a Santa Ana do Livramento, Río Grande do Sul, San Pablo. En San Pablo, al
expulsarme de la ciudad los carabineros, me tiraron encima de un vagón de carga
y me rompieron tres costillas. Pasamos a Río de Janeiro, Tacuara se inscribió
en un prostíbulo de Laranjeiras. La casa de piedra mostraba en el frontis un
mosaico con la Virgen y el Niño, y bajo el mosaico una lámpara eléctrica que
iluminaba una garita abierta en la pared y entrelazada de perpendiculares
barras de hierro a la altura de la cintura. En esta hornacina, tiesa como una
estatua, de pie, Tacuara hacía cinco horas de guardia. A través de las rejas
los hombres que la apetecían podían tocarle las carnes para constatar su
dureza. En aquel barrio de mil prostitutas, y adornado de palmas y cirios los
días de Pascua, un retén de gendarmes, armados de carabinas, mantenían el orden
para evitar que catangas y marineros se liaran a cuchilladas.
Yo extrañaba mi calle Corrientes, y
ella su dormitorio con olor a naranjas en la barrera de San Femando y el dulce
y monótono zumbido de las sierras de las cajonerías para fruta del Delta.
Y así, fui hundiéndome día tras día,
hasta venir a recalar en este rincón de Ambos Mundos. Aquí es donde nos
reunimos Cipriano, Guillermito el Ladrón, Uña de Oro, el Relojero y el Pibe
Repollo.
Por la noche llegan perezosamente hasta
la mesa de junto a la vidriera, se sientan, saludan de soslayo a la muchacha de
la vitrola, piden un café y en la posición en que se han sentado permanecen
horas y más horas, mirando con expresión desgarrada, por el vidrio, la gente
que pasa.
En el fondo de los ojos de estos ex
hombres se diluye una niebla gris. Cada uno de ellos ve en sí un misterio
inexplicable, un nervio aún no clasificado, roto en el mecanismo de la
voluntad. Esto los convierte en muñecos de cuerda relajada, y este relajamiento
se traduce en el silencio que guardamos. Nadie aún lo ha observado, pero hay
días en que, entre cuatro, apenas si pronunciamos veinte palabras. De un modo o
de otro hemos robado, algunos han llegado hasta el crimen; todos, sin excepción,
han destruido la vida de una mujer, y el silencio es el vaso comunicante por el
cual nuestra pesadilla de aburrimiento y angustia pasa de alma a alma con roce
oscuro. Esta sensación de aniquilamiento torvo, con las muecas inconscientes
que acompañan al recuerdo canalla, nos pone en el rostro una máscara de fealdad
cínica y dolorosa.
¡Y qué prójimos los nuestros! ¡Qué
historias las que pueden contar!
Por ejemplo... el negro Cipriano:
Es rechoncho como un ídolo de
chocolate.
En otros tiempos trabajó de cocinero en
un prostíbulo. Cuenta, orgullosamente, que vestido de blanco, le servía a una
escogida concurrencia de rufianes y macrós un congrio aderezado en una bandeja
de plata.
Aunque no lo diga, se enternece
evocando los paisajes sonrosados.
Los ojos se le humedecen e inundan de
venitas de sangre, y bien se comprende: siente nostalgia de los tiempos en que
era confidente de la regenta. Esta, con las tetas volcadas entre las puntillas
de su peinador, prostituía menores de catorce años, para servirlas a la voracidad
de terribles magistrados y potentados ancianos. Luego secreteaba con Cipriano
cuánto había ganado, y el negro era feliz, se comprendía el hombre de confianza
de la casa. No se llega impunemente a estas alturas. Con los achocolatados
párpados entreabiertos y las quijadas apoyadas en los puños, Cipriano, como un
yacaré que sueña con la manigua, persigue con ojos amarillos fabulosas
memorias, fiestas de traficantes polacos y marselleses, rufianes grasientos
como fardos de sebo, e implacables como verdugos.
Estos hombres tenían la piel del cogote
más roja que el colodrillo de los pavos, y ricitos de oro se escapaban por los
agujeros de las narices y las orejas.
Despreciaban profundamente los países
donde medraban, les escupían en la cara a los empleados de policía inferiores,
y compraban a los jefes políticos con cheques que fumaban guiñando un ojo
socarronamente.
Cipriano sabe muchas cosas, y cuando se
le apura, confiesa que nada le agrada tanto como violar a un muchachito, o
acostarse con un marinero de la Martinica.
Y sin embargo sonríe con la ingenuidad
de un monstruo jovial.
Nadie, viéndole, pensaría que él, el
cocinero de los prostíbulos, era además el encargado de tatuarles con un látigo
rayas moradas en las nalgas a las prostitutas desobedientes. Cuando recuerda
las mujeres que castigó, sonríe con dulzura de hipopótamo, resoplando agua y
barro en el cañaveral de una manigua.
Y más dulzura bondadosa encierra su
sonrisa, al rememorar los menores que violó, dramas de leonera, un chico
maniatado por cinco ladrones que le apretaban contra el suelo tapándole la
boca, luego ese grito de entraña rota que sacude como una descarga de voltaje
el cuerpo sujetado... y la fila de hombres, que con los pantalones sostenidos
con una mano, aguardan turno, mientras que el cuerpo del niño perforado por un
dolor terrible se arquea y luego cae exánime.
Y si alguien, para mofarse, le presenta
qué es lo que prefiere, una muchacha o un ladroncito, Cipriano que se jacta de
haber «desmayado grandes», entrecierra los ojos y hace rechinar los dientes.
Como un cocodrilo adormilado en la marisma, apetece la inmundicia, y sólo
cuando está muy contento dice algunas palabras en un dulce francés de la
Martinica. Por otra parte es muy católico y siempre que pasa ante una iglesia
se descubre respetuosamente.
Tosiendo penosamente se sienta algunas
veces a nuestra mesa Angelito el Potrillo, ratero y tuberculoso.
Tiene treinta años de edad, de los
cuales ha pasado diez años en el cuadro quinto cansado de repetir siempre la
misma infracción inexistente: «portación de armas».
Lo perdieron las malas juntas.
Cuando se enoja tartamudea. Con la
visera de la gorra unida sobre los ojos se sumerge en intrincados problemas de
ajedrez, y se jacta de ser campeón de damas, y aunque ello es verosímil, para
expresar sus ideas utiliza un procedimiento un poco absurdo. Por ejemplo, dice
del Japonés, un ladrón oscuro y feroz, que siempre encuentra laudables
pretextos para desenvainar el cuchillo:
Indudablemente, resulta dificultoso
comprender qué es lo que entiende por «una niña» Angelito el Potrillo.
Cuando Angelito está bien de salud y no
se encuentra preso, desaparece durante un tiempo de la ciudad en compañía del
Japonés. Recorren el interior explotando el cuento de «filo misho» y otros
ardides más o menos sutiles, pues Angelito el Potrillo no es como aquellos perdularios
que no practican sino su especialidad, sino que a él «le da tanto un barrido
como un fregado».
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