De pronto, el señor
Roeder, levantándose de entre el círculo de herederos que escudriñaban el
semblante de la señora Grummer, exclamó:
La señora Grummer, una anciana de sesenta años, al escuchar a Roeder se
echó a llorar. Las lágrimas corrían por su ruinoso rostro amarillo; pero el
señor Roeder, impasible, continuó:
-Señora..., de la caja del finado Rumpler faltaban veinte mil pesos. Del
libro de «haberes» ha sido arrancada la hoja donde figuraba la cantidad de
acciones que Rumpler había comprado al frigorífico «El Triángulo», ¡y qué
casualidad!, hoy un agente de investigaciones, al revisar el baúl que usted
tenía depositado en la casa de la señora Gaster, encuentra una boleta de
depósito por veinte mil pesos.
Un círculo de cabezas canosas y rostros ceñudos escuchaba con ansiedad
al señor Roeder.
Roeder, comerciante en cereales, había sido nombrado depositario por los
parientes de Rumpler, el día que este había fallecido, de lo que quedaba como
posible herencia, pues los negocios de este estaban un poco embrollados. El
mismo día, al hacer el arqueo de caja, Roeder descubrió que faltaban veinte mil
pesos. Lo que no podía comprobar era si lo defraudado consistía en dinero o
valores negociables.
La ex cajera de Rumpler se mesaba desesperadamente el cabello con sus
manos resecas.
Quería huir, proclamar con alaridos inmensos su inocencia; arrodillarse
frente a Roeder, que antes la llamaba «una buena mujer», para convencerlo de
que no era una ladrona; pero inútil todo, porque a medida que examinaba los
rostros de los parientes, comprendía que estos la habían condenado ya.
Quince días antes de fallecer Rumpler, Anastasia Grummer había cumplido
veinte años de trabajo en la perfumería. Ya no era empleada de él, sino su casi
socia. Y esa atmósfera de odio que ahora la estrangulaba con manos visibles,
provenía de los parientes ancianos que deseaban saciar el odio que le tuvieron
a Rumpler en ella, y todo por un legado de diez mil pesos que en testamento le
dejo, aparte de un reconocimiento de deuda que ascendía a varios miles de
pesos.
Otro de los herederos hizo uso de la acusación. Era estudiante de
derecho y el único joven entre los silenciosos ancianos.
-¿De dónde salen entonces esos veinte mil pesos que usted tiene
depositados en el banco?
-Los gané en la lotería hace tres años.
Carcajadas coléricas acogieron esta respuesta.
-Sí; con el señor Rumpler jugamos hace tres años un billete entero. La
mitad de lo ganado fue para mí.
-¿Y cómo hace ocho días que usted los ha depositado en el Banco?
-Los había prestado a mi sobrino...
Grave se levantó el señor Broquin Rumpler. Hacía muchos años que
trabajaba de peletero y había redondeado una fortuna. Dijo:
-Esta señora Grummer tiene respuesta para todo. Las tachaduras y
asientos arbitrarios que ha hecho en los libros explica que le fueron ordenados
por Rumpler... Rumpler le debe... Rumpler le deja herencia... Rumpler ha
trabajado y regalado su dinero a la señora Grummer. Perfectamente. Como
nosotros no creemos todo esto, es mejor que usted, señora, trate de convencerlo
al juez.
Era ya la una de la madrugada, y Ernesto Goice, sentado frente a su
escritorio, pensaba en el terrible destino de su tía Anastasia Grummer. Él
sabía perfectamente que la tía Anastasia era inocente; pero, ¿cómo demostrarlo?
Todas las apariencias estaban contra ella. Libros mal llevados, asientos falsos
a hoja desaparecida. Y ahora, para colmo, la tía Anastasia, aniquilada por el
golpe, no recordaba detalles que pudieran aclarar su situación. Y como de
costumbre, su pensamiento se volvió hacia el señor Roeder, el depositario de
las llaves. Le era odioso sin saber por qué.
El reloj marcaba la una y treinta. Goice se detuvo un instante frente al
escritorio, luego apoyó la frente en el vidrio de la ventana y esta frescura le
pareció que aclaraba sus ideas. Y se dijo:
-Si yo salvo a tía, podré casarme..., pero ¿cómo salvarla? Sin embargo,
ese Roeder...
Y otra vez sus ojos se detuvieron en el escritorio. Esta vez se asombró.
Allí en medio del escritorio, había una página arrancada a un libro que él
había comprado: un curso de electricidad.
-Pero, ¿por qué he arrancado esa hoja? -se preguntó.
Picado por la curiosidad se acercó. La página cortada del libro traía
unas fórmulas que le interesaba recordar. Pero él no acostumbraba arrancar las
hojas de los libros, y pensó que estaba un poco afiebrado. Luego se asomó otra
vez a la ventana. Y de pronto, sus ideas se aclararon.
Eso es: el que arrancó la hoja del libro de Rumpler lo hizo porque en
ella había cosas que le convenía recordar o hacer desaparecer. A mí me ha
pasado lo mismo ahora. Freud tiene razón cuando interpreta los sueños. Yo
estaba soñando. El único que puede haberla amaneado es Roeder. Pero ¿qué había
anotado en esa hoja? ¿Dinero? No. ¿Las acciones? ¿Por qué no? Han quedado
sesenta mil pesos en acciones...
Súbitamente una gran alegría congestionó el semblante de Goice. Indudablemente,
el ladrón era Roeder; pero había que demostrarlo. Caviló un instante; dio
varias vueltas entre sus manos a la hoja del curso de electrotécnica, y,
sonriendo, se fue a la cama. Roeder era el ladrón. Estaba seguro de ello.
Pocos días después, en
varios periódicos dedicados a especulaciones bursátiles, se leía este aviso:
«Se gratificará a quien informe qué personas compraron acciones del
frigorífico "El Triángulo" entre los días 8 y 11 de agosto».
Al tercer día de publicarse el aviso, Goice recibió la visita de un
dactilógrafo. Este le comunicó que el día 8 de agosto su patrón Broquin
Rumpler...
-¿Cómo ha dicho? -interrumpió Goice.
Sí. Broquin Rumpler compró en doce mil pesos veinte acciones de mil
pesos al señor Roeder.
-Porque hice el cheque. El señor Roeder llegó a las siete de la noche...
-Pero ¿usted no sabe que Broquin Rumpler es pariente del difunto
Rumpler?
-No. Sólo sé que me ha echado a la calle porque Roeder le dijo haberme
encontrado conversando con su sobrina.
-¿Y cómo reparó usted en que eran acciones de «El Triángulo»?
-Porque Broquin Rumpler se hizo firmar un recibo en el cual constaba
eso.
-Bueno, amigo Aloisi, todos estos datos que usted me ha dado le serán
gratificados, por lo menos, con mil pesos, pero, en tanto, vayamos a los
tribunales. Todo esto es necesario contárselo al juez.
Y Roeder fue detenido en la mañana del mismo día en que el fiscal del
crimen solicitaba tres años de cárcel para Anastasia Grummer.
El cerealista quiso negar su participación en el delito, pero cuando se
le presentó el recibo firmado a Broquin Rumpler, recibo que se le secuestró,
Roeder, llorando, confesó su situación.
Había perdido mucho dinero, etc., etc..., y Broquin Rumpler, para
quedarse con la parte de la anciana, lo había obligado a sustraer las acciones.
Tres días después, Anastasia Grummer salía de la cárcel. Y las primeras
palabras de Goice, el pícaro, fueron:
-Tía..., necesito diez mil pesos para casarme, ¿podés regalármelos?
Anastasia Grummer miró la puerta de la cárcel que se cerraba a su
espalda, y dijo:
-Hijo, estoy cansada ya..., y quiero que todo lo mío quede para tu
futuro hijo. Cásate nomás...
Roberto Arlt
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