Cuando despertó, la sensación de aceite en el cuello y de
frescor de menta cerca de los labios ya había desaparecido, pero la alegría,
igual que la víspera, se le agitaba en el pecho como una ola. Miró entusiasmado
los marcos de las ventanas dorados por el sol naciente y prestó oído al
movimiento de la calle. Al pie mismo de las ventanas hablaban en voz alta. El
jefe de la batería de Riabóvich, Lebedetski, que acababa de alcanzar a la
brigada, conversaba con su sargento primero en voz muy alta, como tenía por
costumbre.
-¿Y qué más? -gritaba el jefe.
-Ayer, al herrar los caballos, señoría, herraron a
Golúbchik. El practicante le aplicó un emplaste de arcilla con vinagre. Ahora
lo conducen de la rienda, aparte. Y también ayer, su señoría, el herrador
Artémiev se emborrachó y el teniente mandó que lo ataran en el avantrén de una
cureña de repuesto.
El sargento primero informó además de que Kárpov había
olvidado los nuevos cordones de las trompetas y las estaquillas de las tiendas,
y de que los señores oficiales habían estado de visita la noche anterior en
casa del general Von Rabbek. En plena conversación, apareció en el vano de la
ventana la barba roja de Lebedetski. Miró con los ojos miopes semientornados
las soñolientas caras de los oficiales y los saludó.
-¿Todo marcha bien? -preguntó.
-El caballo limonero se ha hecho una rozadura en la
cerviz -respondió Lobitko bostezando-. Ha sido con la nueva collera.
El jefe suspiró, reflexionó unos momentos y dijo en voz
alta:
-Pues yo pienso ir a ver a Aleksandra Yevgráfovna. Tengo
que visitarla. Bueno, adiós. Los alcanzaré antes de que anochezca.
Un cuarto de hora después, la brigada se puso en marcha.
Cuando pasaba por delante de los graneros del señor, Riabóvich miró a la
derecha hacia la casa. Las ventanas tenían las celosías cerradas.
Evidentemente, allí dormía aún todo el mundo. También dormía aquella que la
víspera lo había besado. Se la quiso imaginar durmiendo. La ventana de la
alcoba abierta de par en par, las ramas verdes mirando por aquella ventana, la
frescura matinal, el aroma de álamos, de lilas, y de rosas, la cama, la silla y
en ella el vestido que el día anterior rumoreaba, las zapatillas, el pequeño
reloj en la mesita, todo se lo representaba él con claridad y precisión, pero
los rasgos de la cara, la linda sonrisa soñolienta, precisamente aquello que
era importante y característico, le resbalaba en la imaginación como el
mercurio entre los dedos. Recorrida una media versta, miró hacia atrás: la
iglesia amarilla, la casa, el río y el jardín se hallaban inundados de luz; el
río, con sus orillas de acentuado verdor, reflejando en sus aguas el cielo azul
y mostrando algún que otro lugar plateado por el sol, era hermoso. Riabóvich
lanzó una última mirada a Mestechki y experimentó una profunda tristeza, como
si se separara de algo muy íntimo y entrañable.
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