Llegado a su alojamiento, Riabóvich se apresuré a
desnudarse y se acostó. En la misma isba que él se albergaban Lobitko y el
teniente Merzliakov, un joven tranquilo y callado, considerado entre sus
compañeros como un oficial culto, que leía siempre, cuando podía, el Véstnik Yevrópy, que llevaba
consigo. Lobitko se desnudó, estuvo un buen rato paseando de un extremo a otro,
con el aire de un hombre que no está satisfecho, y mandó al ordenanza a buscar
cerveza. Merzliakov se acostó, puso una vela junto a su cabecera y se abismó en
la lectura del Véstnik.
«¿Quién sería?», pensaba Riabóvich mirando el techo
ahumado.
El cuello aún le parecía untado de aceite y cerca de la
boca notaba una sensación de frescor como la de unas gotas de menta. En su
imaginación centelleaban los hombros y brazos de la señorita de lila. Las
sienes y los ojos sinceros de la rubia de negro. Talles, vestidos, broches. Se
esforzaba por fijar su atención en aquellas imágenes, pero ellas brincaban, se
extendían y oscilaban. Cuando en el anchuroso fondo negro que toda persona ve
al cerrar los ojos desaparecían por completo tales imágenes, empezaba a oír
pasos presurosos, el rumor de un vestido, el sonido de un beso, y una intensa e
inmotivada alegría se apoderaba de él... Mientras se entregaba a este gozo, oyó
que volvía el ordenanza y comunicaba que no había cerveza. Lobitko se indignó y
se puso a dar zancadas otra vez.
-¡Si será idiota! -decía, deteniéndose ya ante Riabóvich
ya ante Merzliakov-. ¡Se necesita ser estúpido e imbécil para no encontrar
cerveza! Bueno, ¿no dirán que no es un canalla?
-Claro que aquí es imposible encontrar cerveza -dijo
Merzliakov, sin apartar los ojos del Véstnik
Yevrópy.
-¿No? ¿Lo cree usted así? -insistía Lobitko-. Señores,
por Dios, ¡arrójenme a la luna y allí les encontraré yo enseguida cerveza y
mujeres! Ya verán, ahora mismo voy por ella... ¡Llámenme miserable si no la
encuentro!
Tardó bastante en vestirse y en calzarse las altas botas.
Después encendió un cigarrillo y salió sin decir nada.
-Rabbek, Grabbek, Labbek -se puso a musitar, deteniéndose
en el zaguán-. Diablos, no tengo ganas de ir solo. Riabóvich, ¿no quiere darse
un paseo?
Al no obtener respuesta, volvió sobre sus pasos, se
desnudó lentamente y se acostó. Merzliakov suspiró, dejó a un lado el Véstník Yevrópy y apagó la vela.
-Bueno... -balbuceó Lobitko, encendiendo un pitillo en la
oscuridad.
Riabóvich metió la cabeza bajo la sábana, se hizo un
ovillo y empezó a reunir en su imaginación las vacilantes imágenes y a
juntarlas en un todo. Pero no logró nada. Pronto se durmió, y su último
pensamiento fue que alguien lo acariciaba y lo colmaba de alegría, que en su
vida se había producido algo insólito, estúpido, pero extraordinariamente
hermoso y agradable. Y ese pensamiento no lo abandonó ni en sueños.
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