El general les estrechaba la mano a todos, se excusaba y
sonreía, pero se le notaba en la cara que no estaba ni mucho menos tan contento
por la presencia de los huéspedes como el conde del año anterior y que sólo
había invitado a los oficiales por entender que así lo exigían los buenos
modales. Los propios oficiales, al subir por la escalinata alfombrada y
escuchar sus palabras, se daban cuenta de que los habían invitado a la casa
únicamente porque resultaba violento no hacerlo, y, al ver a los criados
apresurarse a encender las luces abajo en la entrada, y arriba en el recibidor,
empezó a parecerles que con su presencia habían provocado inquietud y alarma.
¿Podía ser grata la presencia de diecinueve oficiales desconocidos allí donde
se habían reunido dos hermanas con sus hijos, hermanos y vecinos, sin duda con
motivo de alguna fiesta o algún acontecimiento familiar?
Arriba, a la entrada de la sala, acogió a los huéspedes
una vieja alta y erguida, de rostro ovalado y cejas negras, muy parecida a la
emperatriz Eugenia. Con sonrisa amable y majestuosa, decía sentirse contenta y
feliz de ver en su casa a aquellos huéspedes, y se excusaba de no poder invitar
esta vez a los señores oficiales a pasar la noche en la casa. Por su bella y
majestuosa sonrisa que se desvanecía al instante de su rostro cada vez que por
alguna razón se volvía hacia otro lado, resultaba evidente que en su vida había
visto muchos señores oficiales, que en aquel momento no estaba pendiente de
ellos y que, si los había invitado y se disculpaba, era sólo porque así lo
exigía su educación y su posición social.
En el gran comedor donde entraron los oficiales, una
decena de varones y damas, unos entrados en años y jóvenes otros, estaban
tomando el té en el extremo de una larga mesa. Detrás de sus sillas, envuelto
en un leve humo de cigarros, se percibía un grupo de hombres. En medio del
grupo había un joven delgado, de patillas pelirrojas, que, tartajeando, hablaba
en inglés en voz alta. Más allá del grupo se veía, por una puerta, una estancia
iluminada, con mobiliario azul.
-¡Señores, son ustedes tantos que no es posible hacer su
presentación! -dijo en voz alta el general, esforzándose por parecer muy
alegre-. ¡Traben conocimiento ustedes mismos, señores, sin ceremonias!
Los oficiales, unos con el rostro muy serio y hasta
severo, otros con sonrisa forzada, y todos sintiéndose en una situación muy
embarazosa, saludaron bien que mal, inclinándose, y se sentaron a tomar el té.
Quien más desazonado se sentía era el capitán ayudante
Riabóvich, oficial de pequeña estatura y algo encorvado, con gafas y unas
patillas como las de un lince. Mientras algunos de sus camaradas ponían cara
seria y otros afectaban una sonrisa, su cara, sus patillas de lince y sus gafas
parecían decir: «¡Yo soy el oficial más tímido, el más modesto y el más gris de
toda la brigada!» En los primeros momentos, al entrar en la sala y luego
sentado a la mesa ante su té, no lograba fijar la atención en ningún rostro ni
objeto. Las caras, los vestidos, las garrafitas de coñac de cristal tallado, el
vapor que salía de los vasos, las molduras del techo, todo se fundía en una
sola impresión general, enorme, que alarmaba a Riabóvich y le inspiraba deseos
de esconder la cabeza. De modo análogo al declamador que actúa por primera vez
en público, veía todo cuanto tenía ante los ojos, pero no llegaba a
comprenderlo (los fisiólogos llamaban «ceguera psíquica» a ese estado en que el
sujeto ve sin comprender). Pero algo después, adaptado ya al ambiente, empezó a
ver claro y se puso a observar. Siendo persona tímida y poco sociable, lo
primero que le saltó a la vista fue algo que él nunca había poseído, a saber:
la extraordinaria intrepidez de sus nuevos conocidos. Von Rabbek, su mujer, dos
damas de edad madura, una señorita con un vestido color lila y el joven de
patillas pelirrojas, que resultó ser el hijo menor de Von Rabbek, tomaron con
gesto muy hábil, como si lo hubieran ensayado de antemano, asiento entre los
oficiales, y entablaron una calurosa discusión en la que no podían dejar de
participar los huéspedes. La señorita lila se puso a demostrar con ardor que
los artilleros estaban mucho mejor que los de caballería y de infantería,
mientras que Von Rabbek y las damas entradas en años sostenían lo contrario.
Empezaron a cruzarse las réplicas. Riabóvich observaba a la señorita lila, que
discutía con gran vehemencia cosas que le eran extrañas y no le interesaban en
absoluto, y advertía que en su rostro aparecían y desaparecían sonrisas afectadas.
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