Von Rabbek y su familia hacían participar con gran arte a
los oficiales en el debate, pero al mismo tiempo estaban pendientes de vasos y
bocas, de si todos bebían, si todos tenían azúcar y por qué alguno de los
presentes no comía bizcocho o no tomaba coñac. A Riabóvich, cuanto más miraba y
escuchaba, tanto más agradable le resultaba aquella familia falta de
sinceridad, pero magníficamente disciplinada.
Después del té, los oficiales pasaron a la sala. El
instinto no había engañado al teniente Lobitko: en la sala había muchas
señoritas y damas jóvenes. El séter-teniente se había plantado ya junto a una
rubia muy jovencita vestida de negro e, inclinándose con arrogancia, como si se
apoyara en un sable invisible, sonreía y movía los hombros con gracia. Probablemente
contaba alguna tontería muy interesante, porque la rubia miraba con aire
condescendiente el rostro bien cebado y le preguntaba con indiferencia: «¿De
veras?» Y de aquel indolente «de veras», el séter, de haber sido inteligente,
habría podido inferir que difícilmente le gritarían «¡Busca!»
Empezó a sonar un piano; un vals melancólico escapó
volando de la sala por las ventanas abiertas de par en par, y todos recordaron,
quién sabe por qué motivo, que más allá de las ventanas empezaba la primavera y
que aquella era una noche de mayo. Todos notaron que el aire olía a hojas
tiernas de álamo, a rosas y a lilas. Riabóvich, en quien, bajo el influjo de la
música, empezó a dejarse sentir el coñac que había tomado, miró con el rabillo
del ojo la ventana, sonrió y se puso a observar los movimientos de las mujeres,
hasta que llegó a parecerle que el aroma de las rosas, de los álamos y de las
lilas no procedían del jardín, sino de las caras y de los vestidos femeninos.
El hijo de Von Rabbek invitó a una cenceña jovencita y
dio con ella dos vueltas a la sala. Lobitko, deslizándose por el parquet, voló
hacia la señorita lila y se lanzó con ella a la pista. El baile había
comenzado... Riabóvich estaba de pie cerca de la puerta, entre los que no
bailaban, y observaba. En toda su vida no había bailado ni una sola vez y ni
una sola vez había estrechado el talle de una mujer honesta. Le gustaba
enormemente ver cómo un hombre, a la vista de todos, tomaba a una doncella
desconocida por el talle y le ofrecía el hombro para que ella colocara su mano,
pero de ningún modo podía imaginarse a sí mismo en la situación de tal hombre.
Hubo un tiempo en que envidiaba la osadía y la maña de sus compañeros y sufría
por ello; la conciencia de ser tímido, cargado de espaldas y soso, de tener un
tronco largo y patillas de lince, lo hería profundamente, pero con los años se
había acostumbrado. Ahora, al contemplar a quienes bailaban o hablaban en voz
alta, ya no los envidiaba, experimentaba tan solo un enternecimiento
melancólico.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario