Cuando empezó la contradanza, el joven Von Rabbek se
acercó a los que no bailaban e invitó a dos oficiales a jugar al billar. Éstos
aceptaron y salieron con él de la sala. Riabóvich, sin saber qué hacer y
deseoso de tomar parte de algún modo en el movimiento general, los siguió. De
la sala pasaron al recibidor y recorrieron un estrecho pasillo con vidrieras,
que los llevó a una estancia donde ante su aparición se alzaron rápidamente de
los divanes tres soñolientos lacayos. Por fin, después de cruzar una serie de estancias,
el joven Von Rabbek y los oficiales entraron en una habitación pequeña donde
había una mesa de billar. Empezó el juego.
Riabóvich, que nunca había jugado a nada que no fueran
las cartas, contemplaba indiferente junto al billar a los jugadores, mientras
que éstos, con las guerreras desabrochadas y los tacos en las manos, daban
zancadas, soltaban retruécanos y gritaban palabras incomprensibles. Los
jugadores no paraban mientes en él; sólo de vez en cuando alguno de ellos, al
empujarlo con el codo o al tocarlo inadvertidamente con el taco, se volvía y le
decía «Pardon!». Aún no había terminado la primera partida cuando le
empezó a parecer que allí estaba de más, que estorbaba. De nuevo se sintió
atraído por la sala y se fue.
Pero en el camino de retorno le sucedió una pequeña
aventura. A la mitad del recorrido se dio cuenta de que no iba por donde debía.
Se acordaba muy bien de que tenía que encontrarse con las tres figuras de
lacayos soñolientos, pero había cruzado ya cinco o seis estancias, y era como
si a aquellas figuras se las hubiera tragado la tierra. Percatándose de su
error, retrocedió un poco, dobló a la derecha y se encontró en un gabinete
sumido en la penumbra, que no había visto cuando se dirigía a la sala de
billar. Se detuvo unos momentos, luego abrió resuelto la primera puerta en que
puso la vista y entró en un cuarto completamente a oscuras. Enfrente se veía la
rendija de una puerta por la que se filtraba una luz viva; del otro lado de la
puerta, llegaban los apagados sones de una melancólica mazurca. También en el
cuarto oscuro, como en la sala, las ventanas estaban abiertas de par en par, y
se percibía el aroma de álamos, lilas y rosas...
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