Riabóvich se detuvo pensativo... En aquel momento, de
modo inesperado, se oyeron unos pasos rápidos y el leve rumor de un vestido,
una anhelante voz femenina balbuceó «¡Por fin!», y dos brazos mórbidos,
perfumados, brazos de mujer sin duda, le envolvieron el cuello; una cálida
mejilla se apretó contra la suya y al mismo tiempo resonó un beso. Pero acto
seguido la que había dado el beso exhaló un breve grito y Riabóvich tuvo la
impresión de que se apartaba bruscamente de él con repugnancia. Poco faltó para
que también él profiriera un grito, y se precipitó hacia la rendija iluminada
de la puerta...
Cuando volvió a la sala, el corazón le martilleaba y las
manos le temblaban de manera tan notoria que se apresuró a esconderlas tras la
espalda. En los primeros momentos le atormentaban la vergüenza y el temor de
que la sala entera supiera que una mujer acababa de abrazarlo y besarlo, se
retraía y miraba inquieto a su alrededor, pero, al convencerse de que allí
seguían bailando y charlando tan tranquilamente como antes, se entregó por
entero a una sensación nueva, que hasta entonces no había experimentado ni una
sola vez en la vida. Le estaba sucediendo algo raro... El cuello, unos momentos
antes envuelto por unos brazos mórbidos y perfumados, le parecía untado de
aceite; en la mejilla, a la izquierda del bigote, donde lo había besado la
desconocida, le palpitaba una leve y agradable sensación de frescor, como de
unas gotas de menta, y lo notaba tanto más cuanto más frotaba ese punto. Todo
él, de la cabeza a los pies, estaba colmado de un nuevo sentimiento extraño,
que no hacía sino crecer y crecer... Sentía ganas de bailar, de hablar, de
correr al jardín, de reír a carcajadas... Se olvidó por completo de que era
encorvado y gris, de que tenía patillas de lince y «un aspecto indefinido» (así
lo calificaron una vez en una conversación de señoras que él oyó por azar).
Cuando pasó por su vera la mujer de Von Rabbek, le sonrió con tanta amabilidad
y efusión que la dama se detuvo y lo miró interrogadora.
-¡Su casa me gusta enormemente...! -dijo Riabóvich,
ajustándose las gafas.
La generala sonrió y le contó que aquella casa había
pertenecido ya a su padre. Después le preguntó si vivían sus padres, si llevaba
en la milicia mucho tiempo, por qué estaba tan delgado y otras cosas por el
estilo... Contestadas sus preguntas, siguió ella su camino, pero después de
aquella conversación Riabóvich comenzó a sonreír aún con más cordialidad y a
pensar que lo rodeaban unas personas magníficas...
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