-¡Tú por aquí!
-exclama Yegor Savich con alegría, saltando de la cama- ¿Cómo te va, muchacho?
Los dos amigos se estrechan efusivamente la
mano, se hacen mil preguntas...
-Habrás pintado cuadros muy interesantes -dice
Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.
-Sí, he pintado algo... ¿y tú?
Yegor Savich se agacha y saca de debajo de la
cama un lienzo, no concluido, aún, cubierto de polvo y telarañas.
-Mira -contesta-. Una muchacha en la ventana,
después de abandonarla el novio... Esto lo he hecho en tres sesiones.
En el cuadro aparece Katia, apenas dibujada,
sentada junto a una ventana, por la que se ve un jardincillo y un remoto
horizonte azul.
Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el
cuadro.
-Sí, hay expresión -dice-. Y hay aire... El
horizonte está bien... Pero ese jardín..., ese matorral de la izquierda... son
de un colorido un poco agrio.
No tarda en aparecer sobre la mesa la botella de
vodka.
Media hora después llega otro compañero: el
pintor Kostilev, que se aloja en una casa próxima. Es especialista en asuntos
históricos. Aunque tiene treinta y cinco años, es principiante aún. Lleva el
pelo largo y una cazadora con cuello a lo Shakespeare. Sus actitudes y sus
gestos son de un empaque majestuoso. Ante la copita de vodka que le ofrecen sus
camaradas hace algunos dengues; pero al fin se la bebe.
-¡He concebido, amigos míos, un asunto
magnífico! -dice-. Quiero pintar a Nerón, a Herodes, a Calígula, a uno de los
monstruos de la antigüedad, y oponerle la idea cristiana. ¿Comprenden? A un
lado, Roma; al otro, el cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de
ser la expresión del espíritu, del nuevo espíritu cristiano.
Los tres compañeros, excitados por sus sueños de
gloria, van y vienen por la habitación como lobos enjaulados. Hablan sin
descanso, con un fervoroso entusiasmo. Se les creería, oyéndolos, en vísperas
de conquistar la fama, la riqueza, el mundo. Ninguno piensa en que ya han
perdido los tres sus mejores años, en que la vida sigue su curso y se los deja
atrás, en que, en espera de la gloria, viven como parásitos, mano sobre mano.
Olvidan que entre los que aspiran al título de genio, los verdaderos talentos
son excepciones muy escasas. No tienen en cuenta que a la inmensa mayoría de
los artistas los sorprende la muerte «empezando». No quieren acordarse de esa
ley implacable suspendida sobre sus cabezas, y están alegres, llenos de
esperanzas.
A las dos de la mañana, Kostilev se despide y se
va. El paisajista se queda a dormir con el pintor de género.
Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y
baja por agua a la cocina. En el pasillo, sentada en un cajón, con las manos
cruzadas sobre las rodillas, con los ojos fijos en el techo, está Katia
soñando...
-¿Qué haces ahí? -le pregunta, asombrado, el
pintor- ¿En qué piensas?
-¡Pienso en los días gloriosos de su celebridad
de usted! -susurra ella-. Será usted un gran hombre, no hay duda. He oído su
conversación de ustedes y estoy orgullosa.
Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las
manos en los hombros de Yegor Savich y mira con honda devoción al pequeño dios
que se ha creado.
Anton
Chejov