Nunca
olvidaré. El macro judío me adelantó cincuenta latas sobre el trabajo de la
mujer en la semana, y entonces marché a entrevistarme con el jefe político y el
comisario... Estas iniquidades pasaban por mi memoria mientras estaba tendido
en el piso de portland del calabozo. A momentos creía que iba a morir.
Entreabría los párpados y distinguía murallas rodeadas de otros cercos por
otros subsuelos, y durante un minuto mi vida transcurrió el espacio de un siglo
en el fondo de los calabozos. Otros hombres, como yo, tenían los pulmones
machucados a golpes de goma. Una cuña de gran sufrimiento me partió el cerebro,
y más allá de la ferocidad de todos nosotros, oprimidos u opresores, más allá
de la dureza de las grises piedras cuadradas, distinguí tu semblante pálido y
la almendra aceituna de tus ojos.
Fue un martillazo en la sensibilidad. Nunca pude
despierto imaginarme tu rostro con la nitidez que en la vorágine del delirio
destacaba su relieve, luego la obsesión del castigo me volcó en la crueldad del
interrogatorio. Me indagaban a golpes por el asesinato de una mujer con la cual
nada tenía que ver.
Después salí. Más tarde me detuvieron otra vez. En la
sombra me acompañaba tu recuerdo y en la vida, fiel como una perra, la mulata
Tacuara.
¡Tacuara! ¿A dónde no habré ido con Tacuara?
Por ella conocí el asqueroso aburrimiento complicado con
olores de polvo de arroz de los lenocinios de provincias, la regenta en
chancletas cuidando un brasero que enceniza el piso de la sala, el mate que
rueda lentamente entre las manos de diez rameras pitañosas, el viento que
sacude la madera de los postigos porque los vidrios están rotos y se han
sustituido los cristales con alambre de fiambrera, mientras llega desde afuera
el ruido informe de un carro de ruedas gigantescas, cargado con una pirámide de
bolsas de maíz, y el látigo chasquea junto a las orejas de los ocho caballos
envueltos en grandes nubes de tierra amarilla.
Por Tacuara conocí los prostíbulos más espantosos de
provincias. Aquellos en que la pieza no tiene cama, sino un jergón de chala
tirado en el suelo de ladrillos, y mujeres con labios perforados de chancros
sifilíticos. He comido sopa de locro y he bailado tangos más siniestros que
agonía en salas tan inmensas como cuadras de un cuartel. Había allí bancos de
madera sin cepillar y en los rincones negras sosteniendo con un brazo a un
recién nacido a quien amamanta con un pecho, mientras que para no perder tiempo
con la mano libre le desprendían los pantalones a un ebrio rijoso.
¡A dónde no habré ido con Tacuara!
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