En el
fondo de los ojos de estos ex hombres se diluye una niebla gris. Cada uno de
ellos ve en sí un misterio inexplicable, un nervio aún no clasificado, roto en
el mecanismo de la voluntad. Esto los convierte en muñecos de cuerda relajada,
y este relajamiento se traduce en el silencio que guardamos. Nadie aún lo ha
observado, pero hay días que entre cuatro apenas si pronunciamos veinte
palabras.
De un modo o de otro hemos robado, algunos han llegado
hasta el crimen; todos, sin excepción, han destruido la vida de una mujer, y el
silencio es el vaso comunicante por el cual nuestra pesadilla de aburrimiento y
angustia pasa de alma a alma con roce oscuro. Esta sensación de aniquilamiento
torvo, con las muecas inconscientes que acompañan al recuerdo canalla, nos pone
en el rostro una máscara de fealdad cínica y dolorosa.
¡Y qué prójimos los nuestros! ¡Qué historias las que
pueden contar!
Por ejemplo... el negro Cipriano:
Es rechoncho como un ídolo de chocolate.
En otros tiempos trabajó de cocinero en un prostíbulo.
Cuenta, y orgullosamente, que vestido de blanco le servia a una escogida
concurrencia de rufianes y macrós un congrio aderezado en una bandeja de plata.
Aunque no lo diga, se enternece evocando los paisajes
sonrosados.
Los ojos se le humedecen e inundan de venitas de sangre,
y bien se comprende: siente nostalgia de los tiempos en que era confidente de
la regenta. Ésta, con las tetas volcadas entre las puntillas de su peinador,
prostituía menores de catorce años, para servirlas a la voracidad de terribles
magistrados y potentados ancianos. Luego secreteaba con Cipriano cuanto había
ganado, y el negro era feliz, se comprendía el hombre de confianza de la casa.
No se llega impunemente a estas alturas. Con los achocolatados párpados
entreabiertos y las quijadas apoyadas en los puños, Cipriano, como un yacaré
que sueña con la manigua, persigue con ojos amarillos fabulosas memorias,
fiestas de traficantes polacos y marselleses, rufianes grasientos como fardos
de sebo, e implacables como verdugos.
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