La Princesa, halagada
por tantos agasajos, disimuló su extrañeza por la ausencia del novio, y quizá
pensó que era una costumbre del país de su futuro esposo.
Pasaron los días, y
llegó el tan esperado y temido por los reyes en que se realizaría el enlace.
Miles de luces
iluminaban el salón dispuesto para el banquete, y la mesa desbordaba de
manjares deliciosos.
Los reyes ocupaban altos
sitiales, y frente a ellos otros más pequeños estaban destinados a los novios.
La joven Princesa estaba
bellísima con las mejillas como dos amapolas y el cabello del color de las
espigas del trigo maduro, que el traje blanco hacía resaltar.
Tomó asiento rodeada de
sus damas, y acongojada notó que el sitio de su esposo estaba vacío.
“¿Cuándo se mostrará por
fin el Príncipe? “, pensó.
Trató de sobreponerse, y
comió y bebió bastante serena. Por fin terminó el banquete, y los reyes,
procurando disimular su turbación frente a los cortesanos, condujeron a la niña
al aposento que se le destinara, y sin contestar a su muda interrogación le
desearon buenas noches y se retiraron.
Poco o nada durmieron
los reyes esa noche, ansiosos por la suerte de la princesa, a quien presumían
en compañía del dragón, que al fin se habría presentado ante su novia.
Apuntaba la aurora
cuando con sigilo se encaminaron al cuarto de los desposados, cuya puerta
abierta de par en par dejaba ver las camas intactas.
¿Qué había hecho el
dragón de la joven? ¿La habría devorado?
Porque si bien era un Príncipe,
también era una terrible fiera.
Pasaron los días, y como
el misterio no se aclarara, el Príncipe rubio, esperando que su hermano se
contentara con la esposa que se había llevado, hizo atar la carroza de las
grandes ocasiones, y con su comitiva salió a correr mundo en procura de una
princesa digna de ser su esposa.
Mucho habían andado, ya
vislumbraban las luces de una ciudad extranjera, cuando el dragón, tan furioso
e intratable como siempre, les impidió continuar el viaje.
Cuando el Rey se enteró
de lo sucedido, en la creencia de que la novia dada al dragón no había sido de
su gusto, y resuelto a conseguir la tranquilidad de su segundo hijo, se dirigió
a uno de los jardineros del palacio, cuya hija tenía fama de hermosa y discreta,
y haciéndole toda clase de promesas y desoyendo las protestas del hombre, se
llevó a la joven al palacio.
Estaba ésta hilando, y
sus lágrimas caían sobre la rueca.
Temblaba la pobre
muchacha al pensar en la suerte que el destino le reservaba, cuando se le
apareció una extraña anciana, que le dijo:
- Comprendo vuestro temor,
pero nada malo os pasará.
La indiscreción de una
mujer sumió a un príncipe en la desgracia; la discreción y el valor de otra lo salvarán.
Escuchad mis instrucciones: El día de la boda, un momento antes del banquete,
dirigíos al jardín y pedid que os dejen sola. Lo harán, pues nada se le puede
negar a una futura esposa.
- Y continuó - : En el
más apartado rincón, el que da al Noroeste, encontraréis un rosal, y en ese
rosal dos rosas. Una roja como la sangre, otra blanca como la nieve. Cortadlas,
y con precaución escondedlas entre vuestras ropas. Cuando, terminadas las ceremonias,
os encontréis sola en vuestro cuarto, se os aparecerá el dragón. Afrontadlo con
valor, pues a nada teme tanto éste como a las dulces palabras de una niña. Sólo
ellas tienen poder sobre él. Cuando notéis que aprecia vuestra compañía,
acercaos con las rosas, y muy suavemente dadle a aspirar su perfume. Luego
hacedle admirar su color, y por fin, cuando comprendáis que ya nada puede negaros,
pedidle que coma aunque sea sólo un pétalo de cada una de ellas. Seguid mis instrucciones,
y no os arrepentiréis de ello.
Y la anciana, la buena
hada que había perdonado, desapareció, dejando a la joven llena de esperanza.
Y todo debió suceder
como lo anunciara la vieja, pues el nuevo día iluminó a un príncipe al que un
encantamiento convirtió en dragón y a una buena joven que lo salvó; a una
bellísima princesa a quien se dio por muerta y que sonreía al Príncipe rubio
que por fin tenía novia, y a unos reyes ya viejos que los miraban satisfechos y
dichosos.
Cuentan que en ese reino
los hombres son felices, y que hay muchos jardines, y en los jardines rosales
que dan flores rojas como la sangre, unos, y blancas como la nieve, otros.