Un día un campesino
estaba labrando su campo, cuando se acercó a él un Oso y le gritó:
— ¡Campesino, te voy a matar!
— ¡No me mates! — Suplicó éste—. Yo sembraré los
nabos y luego los repartiremos entre los dos; yo me quedaré con las raíces y te
daré a ti las hojas.
Consintió el Oso y se marchó al bosque.
Llegó el tiempo de la recolección. El campesino
empezó a escarbar la tierra y a sacar los nabos, y el Oso salió del bosque para
recibir su parte.
— ¡Hola, campesino! Ha llegado el tiempo de
recoger la cosecha y cumplir tu promesa — le dijo el Oso.
— Con mucho gusto, amigo. Si quieres, yo mismo
te llevaré tu parte — le contestó el campesino.
Y después de haber recogido todo, le llevó al
bosque un carro cargado de hojas de nabo. El Oso quedó muy satisfecho de lo que
él creía un honrado reparto.
Un día el aldeano cargó su carro con los nabos y
se dirigió a la ciudad para venderlos; pero en el camino tropezó con el Oso,
que le dijo:
— ¡Hola, campesino! ¿Adónde vas?
— Pues, amigo — le contestó el aldeano—, voy a
la ciudad a vender las raíces de los nabos.
— Muy bien, pero déjame probar qué tal saben.
No hubo más remedio que darle un nabo para que
lo probase.
Apenas el Oso acabó de comerlo, rugió furioso:
— ¡Ah, miserable! ¡Cómo me has engañado! ¡Las
raíces saben mucho mejor que las hojas! Cuando siembres otra vez, me darás las
raíces y tú te quedarás con las hojas.
— Bien — contestó el campesino, y en vez de
sembrar nabos sembró trigo.
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