La idea de que era un hombre como tantos y de que también
su vida era una de tantas, lo alegró y reconfortó. Ya se la representaba
osadamente a ella, y también su propia felicidad, sin poner freno alguno a su
imaginación.
Cuando por la tarde la brigada hubo llegado a su destino
y los oficiales descansaban en las tiendas, Riabóvich, Merzliakov y Lobitko se
sentaron a cenar alrededor de un baúl. Merzliakov comía sin apresurarse,
masticaba despacio y leía el Véstnik
Yevrópyque sostenía sobre las rodillas. Lobitko hablaba sin parar y se
servía cerveza. Y Riabóvich, con la cabeza turbia por los sueños de toda la
jornada, callaba y bebía. Después del tercer vaso, se achispó, se debilitó y
experimentó un irresistible deseo de compartir su nueva impresión con sus
compañeros.
-Me sucedió algo extraño en casa de esos Von Rabbek...
-empezó a decir, procurando imprimir a su voz un tono de indiferencia burlona-.
Había ido, no sé si lo saben, a la sala de billar...
Se puso a contar con todo detalle la historia del beso y
al minuto se calló... En aquel minuto lo había contado todo y le sorprendía
tremendamente que hubiera necesitado tan poco tiempo para su relato. Le parecía
que de aquel beso habría podido hablar hasta la madrugada. Habiéndolo escuchado,
Lobitko, que contaba muchas trolas y por esta razón no creía a nadie, lo miró
desconfiado y sonrió. Merzliakov enarcó las cejas y tranquilamente, sin apartar
la mirada del Véstnik Yevrópy,
dijo:
-¡Que Dios lo entienda! Arrojarse al cuello de alguien
sin antes haber preguntado quién era... Se trataría de una psicópata.
-Sí, debía de ser una psicópata... -asintió Riabóvich.
-Una vez me ocurrió a mí un caso análogo... -dijo
Lobitko, poniendo ojos de susto-. Iba el año pasado a Kovno... Tomé un billete
de segunda clase... El vagón estaba de bote en bote y no había manera de
dormir. Di medio rublo al revisor... Él cogió mi equipaje y me condujo a un
compartimiento... Me acosté y me cubrí con la manta. Estaba oscuro,
¿comprenden? De súbito noté que alguien me ponía la mano en el hombro y
respiraba ante mi cara... Abrí los ojos, y figúrense, ¡era una mujer! Los ojos
negros, los labios rojos como carne de salmón, las aletas de la nariz latiendo
de pasión frenesí, los senos, unos amortiguadores de tren...
-Permítame -lo interrumpió tranquilamente Merzliakov-, lo
de los senos se comprende, pero ¿cómo podía usted ver los labios si estaba
oscuro?
Lobitko empezó a salirse por la tangente y a burlarse de
la poca perspicacia de Merzliakov. Esto molesté a Riabóvich, que se apartó del
baúl, se acostó y se prometió no volver a hacer nunca confidencias.
Empezó la vida del campamento... Transcurrían los días
muy semejantes unos a los otros. Durante todos ellos, Riabóvich se sentía,
pensaba y se comportaba como un enamorado. Cada mañana, cuando el ordenanza lo
ayudaba a levantarse, al echarse agua fría a la cabeza se acordaba de que había
en su vida algo bueno y afectuoso.
Por las tardes, cuando sus compañeros se ponían a hablar
de amor y de mujeres, él escuchaba, se les acercaba y adoptaba una expresión
como la que suele aflorar en los rostros de los soldados al oír el relato de
una batalla en la que ellos mismos han participado. Y las tardes en que los
oficiales superiores, algo alegres, con el séter-Lobitko a la cabeza,
emprendían alguna correría donjuanesca por el arrabal, Riabóvich, que tomaba
parte en tales salidas, solía ponerse triste, se sentía profundamente culpable
y mentalmente le pedía a ella perdón... En las horas de ocio o en las noches de
insomnio, cuando le venían ganas de rememorar su infancia, a su padre, a su
madre y, en general, todo lo que era familiar y entrañable, también se
acordaba, infaliblemente, de Mestechki, del raro caballo, de Von Rabbek, de su
mujer parecida a la emperatriz Yevguenia, del cuarto oscuro, de la rendija
iluminada de la puerta...